viernes, 28 de noviembre de 2008

sábado, 15 de noviembre de 2008

Crítica a la literatura de purgatorio (literatura de purgatorio).



El tipo, visto desde lejos, parece positivamente un pelotudo. Claro, el problema con eso que llamamos la conciencia es que siempre se la ve de lejos. Nada más inaccesiba, indomable, y, en definitiva, nada más inobjetivable que esa nada que es la conciencia. Esta breve reflexión no pretende ser una defensa del tipo que, escuchando una y otra vez cinco tangos podridos, “parece un pelotudo”, dándole y dándole a la máquina de escribir. Si se me permite una opinión, creo que estos elementos son incluso agravantes de su presunta pelotudez. Digamos, la máquina de escribir, por ejemplo; aceptémosle la fotofobia del mal humor (él diría el desengaño y el dolor punzante en la nuca, pero no seamos permisivos con la depresión), aceptémosle, decía, la fotofobia y la consecuente imposibilidad de mirar fijamente el monitor de la computadora. Él diría que a mano es sencillamente imposible y que su caligrafía críptica y neuróticamente pequeña es ilegible, por momentos, hasta para él mismo. Aceptemos todo esto, pero no dejemos de recordar que la máquina de escribir, a finales de la primera década del siglo veintiuno, es más una fantochada de pretendido bohemio que un arcaísmo pintoresco. Ahora pensemos el tema este del tango. Otro arcaísmo, se sabe, pero también como la máquina, algo más grave que la mera nostalgia por un pasado nunca vivido. No puede hacerse el otario: un tipo inteligente, y como todo tipo inteligente, un pelotudo, le dijo una vez que el tango le disgustaba por ser música de fracasados y, por extensión, de carnudos. Ahora el pelotudo que le pega a la máquina de escribir sabe que comparte con el otro, con el pelotudo de la frase sobre el tango, esas dos condiciones: carnudo et fracasado. A uno le gusta el tango y al otro no; azares del autoconocimiento, no todos reaccionan igual al descubrirse fracasados y/o carnudos. El último dato que compone la patética escena es menor, casi anecdótico, y en la literatura hasta está tenido por muletilla: fuma. Por si alguien precisa algún dato extra sobre este hecho, cabe agregar que su fumar es una reincidencia , y como todo recaer (la palabra es autoexplicativa) contiene un matiz de cierta culpabilidad hipócrita y autodespreciativa o autoconmiserativa, da igual.
Un párrafo entero, y ¿qué tenemos? Un tipo –se nos lo presenta como un pelotudo- fumando, escuchando tango y escribiendo en una máquina a tales fines. Tres lugares archicomunes si los hay. Algunas consideraciones, entonces, imprescindibles para el lector iniciado en la crítica literaria:
- No se debe confundir al personaje con el narrador, aún menos a éste con el autor (ni mucho menos la última variante, al autor con el personaje) hasta que se demuestre lo contrario.
- El principio de generosidad es un principio de-generativo: No todo texto es literario sino más bien al contrario. A riesgo de que se nos critique por clasicistas ano adheriremos a la convención que dicta no tratar como artístico a un texto excepto que las instituciones lo hayan canonizado con antelación. En lo que respecta a este puntualísimo y particular escrito, lamentamos informar al lector que aún estamos a la espera de la certificación pertinente. Fuentes fidedignas nos informaron cierta irregularidad en lo que respecta al Colegio de Escribanos. Se solicita al lector no pierda la fe y que, a modo de excepción, aplique el principio de generosidad al presente texto hasta el, se espera, pronto arribo del papeleo indispensable.
- La literatura romántica tiende a la cursilería –esto es casi un refrán popular. En consecuencia, es recomendable no catalogar de romántico un escrito hasta la detección probable de elementos de pobre y mal gusto. El autor sugiere calcular la cantidad de veces que la palabra amor o sus parónimos se presentan por párrafo: de poder realizarse esta sencilla operación, sin importar el resultado del cálculo, el lector puede tener la certeza de estar leyendo literatura romántica. Otras variantes igualmente aceptadas son el experimentar una leve sensación nauseosa cada dos páginas o la sospecha de que las relaciones entre los personajes son tanto o más profundas que las que el lector puede evocar de entra las suyas propias.
Sería posible, pero no por ello recomendable, prolongar las anteriores advertencias al lector crítico. Tampoco es cuestión de caer en erudiciones prescindibles de ese elitismo un poco facho que a nadie gustan. El tango y los cigarrillos, por el contrario, gozan de mayor estima popular. Volvamos entonces a donde dejamos a nuestro pelotudo, escribiendo, tarea sublime si las hay; sentado en la cama incómoda, fumando como un condenado a muerte en la antigua y remota Rusia zarista. ¿Qué palabras hermosas y oscuras convoca en su rito literario? Cito, para no dejar al lector en el sinsabor de la dulce, dichosa ignorancia:

“Figurate un beso de esos que te dejan pensando No G. no digas estas cosas que yo sé que te van a lastimar Dejame, no me cortes que estoy inspirado. te decía que te imagines uno de esos besos que después, cuando me vaya, te invitan a la reflexión No G. no más besos, esto se acabó y no puede ser más al menos por ahora Shhh, mirá, es así, me acerco, tengo algo en los ojos, una seguridad y una sensación mohína de un absurdo desdibujado que te inquieta. retrocedés dos pasos y después te quedás quieta. no lo sabés, pero me estás invitando a que siga. me decís que me vas a pegar una cachetada, pero sé que ese futuro verbal refiere a un tiempo distante de nosotros en por lo menos cinco minutos. cinco minutos, pienso, alcanzan para un buen y largo beso. me acerco del todo, hasta que, bajando la cara, se chocan nuestras narices. sos linda, pienso, qué injusticia que uno sea sensible a estas cosas. plic una vez, dos segundos y plic una vez más como algún tipo de escaramuza No sigas No sigas, me decís, pero te beso de nuevo y me quedo ahí, ya definitivamente. una boca se abre (la mía, soy un atolondrado) pero casi instantáneamente (y me cago si el adjetivo que tengo en la punta de la lengua no es el trillado “mágicamente”) empiezo a sentir un blando, una lucha que termina: no te das cuenta y vos también ya está ahí conmigo, metiéndote adentro mío con tu lengua como (permiso para el plagio) un río o un movimiento de peces de colores… Basta, enserio basta G. La noche es fresca, se siente cómodo, yo me siento literalmente genial, llevás tu mano a mi espalda y siento que me apretás como si fuera a morirme. es como para asustarse, en el fondo me estás matando, pequeña hija de puta. No me doy cuenta y se nos van esos minutos. el beso fue bueno, puedo sentirme orgulloso, no te vas a olvidar de mí tan fácil Estarás contento, pelotudo Pará que no terminé, respeto al arte, mujer, será de Dios, criatura insensible. en qué iba… ah, sí, que como si tuvieras algún infierno de relojería adentro me das por terminada con mi última (o al menos por ahora última) oportunidad de hacerte recapacitar. me mirás y me doy cuenta de que si no fueras una mujer me comerías nuevamente, sin un puto pero mediante. claro, sino fueras la mujer que sos el que rehusaría sería yo. una ironía, mía, tuya de los dos o de nadie, que tenga que escribir, sentime, ESCRIBIR un beso”

Y antes de poder terminar la frase nuestro pelotudo cae muerto, seco y en redondo, víctima de un paro cardíaco. Este tipo de súbitas muertes se han ido haciendo más y más frecuentes en los últimos tiempos en nuestra mediterránea región, por lo cual le lector no debe sorprenderse ni reclamar falta de plausibilidad. De hecho, una muerte de esas da para los aplausos. Nadie puede dejar de admirarse por cómo este sencillo y estrictamente involuntario acto, el de morir, hace del difunto un objeto del respeto y la benedicencia en general. Pese a la rareza de este popular fenómeno no puede quien suscribe ignorar la fueza que en él ejercen las costumbres en el seno de las cuales fe criado y, por lo tanto, haciéndose eco de esta sólida práctica popular pasaremos a guardar un minuto de silencio en honor de nuestro querido amigo ( ) y, como corresponde a quien lo conoció mejor, lanzaré una injuria al viento contra la histeria típicamente femenina cifrada en aquella, una de las últimas frases que el genial poeta ofreció al mundo, ese “por ahora” grisáceo con el que su personaje femenino matizaba la contundencia que requiere toda despedida que se precie como tal.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Stream of consciousness


Y otra vez la roña y otra vez cuando está Toby durmiendo esa vómito cuando la escucho ah ah ah una y otra vez hasta arriba, la zorra Con Toby durmiendo además pobrecito zorra pobrecito durmiendo mientras vos con el otro agarrados como un bicho de dos espaldas una cosa que se frota mojada. Yo los vi esa vez hace poco Toby no estaba durmiendo estaba en el jardín pero como yo me hice la enferma no fui al colegio zorra y otra vez dale al Tío en la habitación cuatro veces esa semana que Papá viajó al interior por el trabajo Los dos y vos arriba gritando arriba de él yo los vi.
Y cuando Papá vuelve siempre a lo de Úrsula vieja babeante colgante vieja a dormir en lo oscuro y la vieja afuera deambulando afuera y yo y el Toby también pobre ahí condenados zorra para que vos y el viejo estúpido viejo viaja siempre siempre y contento él vos también ahí nomás el Tío o el tipo del tennis o ese que vino una vez no me acuerdo morocho rulos una tarde Toby no me acuerdo si estaba. Y la vieja, afuera. Le da al Toby de comer asquerosamente se lo llena todo de comida al babero, no tiene pulso la vieja colgante y se le mueven las carnes abajo del brazo hamacadas y tiradas por la gravedad vieja horrible -AH AH AH- ¡dejame pensar siempre se mete el ruido y me hace como una nada abajo en el vientre como una gana de vomitar o mejor de ir corriendo y vomitarlos a ustedes vomitar toda la cama y las colchas y la ropa y a ustedes el colchón las colchas zorra vomitaría en todo! Dejame por lo menos no dormir al lado del Toby dejame contar ovejas y más ovejas y vos dale nomás acostada con el Tío sabiendo perfectamente que escuchamos porque la pared es finita o estará agujereada o filtrada con algo pero vos sabrás que se escucha perfectamente, igual que si estuvieran acá en el cuarto La cama matrimonial huquihuiquihuiqui siseando nosotros sintiendo hasta eso al lado mío y las descargas los orhh como golpes suyos y vos como una loca zorra en el medio nuestro dejame dormir por lo menos.

lunes, 15 de septiembre de 2008

How to dig a hole in somone else's mind (otro cuento sín título)






Octubre.

Segunda semana.
Notas del nuevo paciente, Sebastián Ortega. Este sistema es un más un experimento que un ejercicio de psicología. Recuerdo haber leído de esto en una revista norteamericana. Ellos, los norteamericanos, han mostrado tener menos resquemores y urticarias morales con respecto al estudio de la Psique que sus pares del sur. A propósito de esto, tomo nota de que mi amigo el Sr. Fernández (escritor, psicólogo, metafísico) ha prometido entregarme en préstamo cierta bibliografía del yanqui James. Curiosamente no se trata del Henry, el escritor, sino de su hermano menor, William, que le viene a la zaga en fama por sus amplios estudios en psicología; todo esto a dicho del Sr. Fernández, aunque en boca de él de una manera más graciosa que no sabría reproducir.
Aún desconozco en qué posición teórica fue concebida esta curiosa e interesante práctica. He sido cuidadoso y he tratado de comentar con muy poca gente sobre este nuevo ejercicio, y principalmente me he guardado de comentarlo con psicoanalistas. Mi buen amigo el Sr. Pellegrini me advirtió que podría solicitarse que se me removiese la licencia si se armaba un escándalo a causa de esto. Yo creo que son exageraciones. Aún más, conste la siguiente predicción: en veinte años tendremos acceso a un registro común magnetofónico de observaciones psicológicas. Se hará posible la confección de un mapa mundial psicológico, aunque habría que indagar el margen de personas que a él tendrían acceso en ese caso. En uno u otro caso, la opción no deja de ser interesante.

Tercera semana.
Ortega es un hombre tímido, tal vez demasiado. Tiene la frente amplia y cuadrada, unos ojos separados fríos y muertos, una constitución física poco saludable. Un diagnóstico fisiológico le sería desfavorable. Bien podría ser uno de los personajes del genial novelista ruso, Dostoievski. Digno es de anotar la excelente sensibilidad psicológica de estos literatos rusos. De mediados del siglo pasado hasta hace apenas unas décadas, hemos visto publicarse volumen tras volumen de una exquisita literatura psicológica. Las vanguardias locales empiezan a renegar de ellos, como les es necesario si pretenden seguir ubicados “avant la garde”, pero sin miedo de que se me considere reaccionario podría afirmar que desistirán, como lo hicimos notros, de sus parricidios intelectuales.

Notas tomadas antes de la tercera sesión, mientras espero que sea haga la hora:
Algunas observaciones sobre la conducta del paciente. Es ostensible su carácter débil, su pusilanimidad, su constante dubitación antes de todo y ante todo. Un dato aún más extraño: calló cuando le pregunté, durante la sesión pasada, la causa de que acudiera a mi consultorio. Calló con turbación, ocultaba algo. Le pregunté si sabía que yo no era un psicoanalista ortodoxo y me contestó que no sabía cuál era la diferencia entre la psicología y el psicoanálisis.
Esto no me molestó como suele sucederme con alguna regularidad. El caso de Ortega es me resulta interesante. He vuelto a leer en dos ocasiones estas dos hojas y me da la impresión de que me están faltando fragmentos, gestos. No me ha sido sencillo trasladar al papel lo que siento que es Ortega. Es vívido, casi tangible.

Cuarta semana.
Ortega, súbitamente, me ha preguntado si estoy capacitado para hipnotizarlo. Afirmó repetidamente que tenía dudas acerca de la efectividad de esos métodos, pero yo observé en sus facciones cierto entusiasmo. Sus ojos brillaban al decirlo y se me figuró que la idea de la hipnosis la habría concebido muy posiblemente aun antes de empezar nuestras sesiones.
Le mentí, le dije que no. Sentí un desánimo de su parte. Quiero ver qué tan importante es esto para él.

Nota entre sesiones:
Ortega se muestra desdeñoso hacia la disciplina que profeso, cuando, sin embargo, viene cada semana a verme. Esto me produce un estupor y una curiosidad: ¿por qué Ortega quiere la ayuda de una teoría psicológica en la que no deposita ninguna esperanza? El Sr. James (Macedonio no recordó nunca prestarme el libro, pero pude hacérmelo traer desde los Estados Unidos por mediación del librero Carlos Almada) observa las conveniencias prácticas de las creencias activas, aun en materias esotéricas o religiosas. Pude ver la enorme afinidad de su pensamiento con el mío y por esto me he propuesto escribirle. Anoto que debo investigar más sobre este “pragmatismo”.
¿Puede ser que el interés de Ortega en la hipnosis sea la razón por la que me frecuenta? La hipótesis no es descabellada. Indagar

Noviembre.

Primera semana.
En esta sesión me he dispuesto a sonsacar de Ortega su interés por la hipnosis. No obtuve, al principio, datos interesantes o que corroboren directamente lo que sospechaba. Por lo que dice, apenas sabe de qué se trata y aún menos sospecha de qué manera se usa en psicología o de qué va el supuesto de un inconsciente al que se acceda por medio de la hipnosis. Sorprendentemente, empero, me dijo después que sabía que “en ese estado uno recordaba cosas que había olvidado, cosas de cuando se era pequeño, por ejemplo”.
Creo que no es arriesgado afirmar que éste sí es un dato relevante a mis sospechas.
Lo enunciaré para que conste de forma prolija y ordenada: Ortega escuchó hablar de la hipnosis no más de lo que él mismo me ha confesado. Algo le ocurrió de joven, tal vez aun de niño, algo que ha olvidado o enterrado profundamente en su conciencia. Si es posible que lo haya olvidado totalmente, tampoco sería una locura tomar más seriamente el pretendido inconsciente del doctor Freud y su escuela. Viene a verme con la esperanza de que yo le devuelva el ese recuerdo muerto. Tal vez haya llegado a la conclusión de que él es en parte causa de su debilidad mental patológica.

Segunda semana.
Ortega me contaba de su infancia cuando le vino un ataque de nervios febril, o fingiendo, actuó como si le viniera. En cualquier caso da cuenta del nivel elevado de su enfermedad psíquica. Una sesión muerta: después de eso tuve que esperar a que se calmara y luego dar un rodeo al tema de la charla. Estaba ansioso por acercarme a ese punto, pero Ortega me ha cerrado el paso. La comparación podría resultar macabra, pero descubrir las mellas en una conciencia es como desnudar a una chiquilla virgen: se trata de insistir, de parecer cuidadoso, de no asustarla, de hacer que se sienta protegida. Con Ortega es más difícil, porque se bloquea si uno se acerca demasiado. El tema resulta de interés, pero he notado que ya no puedo confiarlo a los demás, ya sean colegas o no. No puedo depositar el corazón de Ortega a cualquiera. Es, por lo pronto, mío.

Nota entre sesiones:
Estuve cavilando sobre el trauma emocional del paciente. Posiblemente esté relacionado con el descubrimiento de la sexualidad, yo diría que entre los siete y los diez años. Me complace leer las notas anteriores y confirmar con qué exactitud lo había predicho. No hubiera sido dificultoso, de todas maneras, aun para un estudiante; el hombre tiene una cara de borrego espantosa, y un leve aire homosexual pringoso lo rodea. Cuando está demasiado cerca de mí, siento como si balbuceasen cada una de sus células. Me da asco, pero me temo que sólo me esté permitido decir eso en estas notas. Me apena, por momentos, no poder asumir esa pose de profesionalidad pulcra que muestran muchos de mis colegas.

Tercera y cuarta semanas.
Llegué a la conclusión de que debo acceder a la petición de Ortega e hipnotizarlo si es que quiero saber qué le ocurrió. Dos ataques nerviosos consecutivos en las correspondientes sesiones pasadas me hacen sospechar que no podré hacer que me lo diga por las buenas. Yo mismo desconfío del método, pero mi curiosidad se hace cada vez más grande. Pellegrini vino a mi consultorio la semana pasada y me vio con las notas. De alguna manera adivinó de qué se trataba, y me previno. Dice que es peligroso, y alude a varias categorías de su disciplina que catalogan este tipo de prácticas. Ignora la riqueza fascinante de esta manera de practicar mi arte. Anoto ahora de paso que el mapa universal con el que fantaseaba al comienzo sería muy difícil de construir. Harían falta toneladas del soporte material, se use el que se use, para almacenar tanta información, aunque su utilidad no tendría parangón con ningún otro método para guiarse en el mundo. ¡Imagínese la simple posibilidad de leer a través de nuestro prójimo con total transparencia, de conocer íntimamente la razón de cada uno de sus actos, de poder prever el movimiento del mundo! La psicología debería entenderse como la ciencia primera y más importante, y sólo sobre su base podrían pensarse ciencias secundarias como la sociología, la antropología, la economía y la política. Si esta investigación me deja tiempo, me propongo escribir un tratado teórico que explique minuciosamente este tema.

Diciembre.

Primera semana.
Hoy realizamos la sesión de hipnosis con Ortega. ¡Qué increíble experiencia! Mientras él me contestaba en estado de trance, intenté tomar nota textual de sus respuestas. ¡Oh, qué admirable, el comportamiento de humano! ¡Ahora resulta clarísimo por qué me resultaba tan dificultoso hacer que Ortega me confesara la causa de su turbación constitutiva! Siento una alegría muy profunda y una admiración profesional incomparable. Paso nota de lo que pude apuntar mientras hablaba “dormido”.

Confesión inconsciente del paciente Sebastián Ortega, 25 de Noviembre de 1931.

Pregunto: Dígame, por favor, su nombre y su edad.
Responde: Sebastián José Ortega. Tengo 30 años.
Pregunto: Comencemos, entonces. ¿Qué recuerda de su infancia, Sebastián?
Responde: Todos los años veraneábamos en el campo de tía Lola. Yo me divertía. Ahí tenía que pasar dos meses con la tía y papá y la prima Estela, que era mayor que yo.
Pregunto: Cuénteme más. ¿Cuántos años tenía?
Responde: Diez. Estela tenía doce.
Pregunto: Me señala la diferencia de edad entre usted y su prima. ¿Hay algo más que ahora que recuerde sobre ella?
Responde: Estela era más grande que yo y siempre me mandoneaba. Cuando la tía no estaba jugábamos a lo que ella quería y siempre quería juegos de grandes aunque no era mucho más grande que yo ni tampoco parecía grande como mamá o la tia.
Pregunto: ¿Quiere decirme su nombre y su edad, por favor?
Responde: Me llamo Sebastián y tengo diez años.
Pregunto: Decime, Sebastián, ¿a qué jugaban con tu primita Estela?
Responde: Cuando papá o la tía estaban por ahí Estela no quería jugar a ninguno de sus juegos feos. Corríamos pero ella siempre lo hacía como siempre me miraba con otra cara, para que me acuerde que ese no era su juego favorito.
Pregunto: ¿Te acordás cuál era su juego favorito?
Responde: Uno que no tenía nombre. Yo le decía frota-frota, pero Estela nomás me decía vení y nos escondíamos atrás de una persiana que se doblaba y armaba como una pieza chiquita y triangular con una pared. Si hacía ruido Estela me pegaba fuerte, con toda la fuerza, y me dejaba roja la cara y los cachetes de la cola, y entonces yo me quejaba y hacía más ruido, pero Estela no dejaba de frotarme rápido una y otra vez y pegarme si hacía ruido.
Pregunto: ¿Te gustaba que Estela “te frotara”?
Responde: Me dolía cuando me pegaba pero me gustaba al final. Si después se me ablandaba Estela se enojaba y no quería jugar más y a veces me pegaba peor. Si no, me seguía dando otra vez. Ponía cara de divertida. Yo le tenía miedo a ella y a las caras que ponía, pero me gustaba y me quería casar cuando fuéramos grandes. Yo también debía poner caras raras cuando Estela me abarraba y me frotaba porque se sentía muy raro. Estela decía que no se podía porque éramos primos, y también que no le podía contar a nadie porque me iba a pegar mucho. Cuando terminábamos me hacía cachetearla a ella hasta que quedaba igual de roja que yo. Ella tenía la mano adentro de la pollera mientras me hacía pegarle. Nunca me dejaba mirarle adentro de la pollera. Después papá y la tía nos retaban por jugar a las peleas.

Nota:
La entrevista con el Ortega de diez años se suspende, un nuevo ataque nervioso le adviene mientras está dormido. Los balbuceos se mezclan con un llanto pueril y chillón, la coherencia de su discurso se va diluyendo. Afortunadamente, al despertar, no recuerda nada de lo que hemos hablado.

Segunda semana.
Con sorpresa escucho a Ortega preguntarme cuándo voy a someterlo a la hipnosis. Le miento, le digo que lo haré pronto, cuando esté listo emocionalmente. He decidido no comentar el hecho con nadie.*

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El texto continúa, pero el editor, quien también es el que ha hallado los apuntes, considera prescindible su publicación.




jueves, 11 de septiembre de 2008

Jurisprudencia y ornitología (título provisorio).



Un juicio oral. Una sala pequeña, paredes de madera. Olor acre. El juez, de traje oscuro, entra. La paloma ya estaba de pie.
El abogado a cargo de la defensa, raya al costado, escaso cabello marrón, parejamente pajizo como su existencia, se acomodó la corbata. Había, sí, un algo de nerviosismo, en el sentido literal de la palabra, celular, eléctrico. Tic (como hacen las lámparas). En la cara de los otros se leía: designado por el estado –la acusada, como resultaba evidente, carecía de capital alguno. Se sentaron.
Cuatro fueron llamados a testificar: El portero del edificio, la encargada de limpieza, los inquilinos del departamento contiguo –compartían una pared- y el empleado de mantenimiento de la empresa proveedora de gas. En el discurso de este último se aclaró la circunstancia del siniestro. La única salida de ventilación se encontraba obstruida. Un peritaje posterior comprobó la presencia de un cúmulo de palos secos de un pino cercano, ubicación que coincidía con el domicilio legal de la acusada se sospechaba que, en última instancia, la defensa iba a proponer negligencia. ¿Sería tan agudo como para adoptar un racionalismo francés del siglo XVII y negar la posibilidad de una razón en un pájaro? Por un par de lucas la paloma se hubiera conseguido un kantiano y ahí los quiero ver a saber: pared oeste de la torre “B” del complejo ubicado en avenida tal al etc. Los vecinos, una pareja jóven y su hijo de tres años, no habían escuchado un sonido por tres días. La víctima, un estudiante de vintipico de años, se había “enclaustrado” estudiando durante el lapso, y apenas si se escuchaba el lamento de la puerta cada dos días –la madre rompió en lágrimas-. Un buen muchacho, señor abogado.
Alguien recordó que la fecha de los exámenes finales de invierno era próxima a la del siniestro. La nota del término invierno era explicativa: una cocina utilizada para calefaccionar el departamento consumió, paulatinamente, todo el oxígeno. La autopsia confirmó una cirrosis avanzada y restos de marihuana en el cuerpo. El salto lógico fue estaba drogado, no notó la falta de aire, murió dormido sobre la mesa, babeando un asco, lo encontraron tarde, la saliva era una mancha apenas oscura en la mesa de madera y el cuerpo estaba blandito por el gas blanco y verdoso tirado arriba de la mesa sonriendo como para que el igualmente blando pero voluminosamente lípido portero no devolviera al suelo un pebete semidigerido y otros restos indistinguibles la encargada especificó: con un libro al lado. Alguno se conmovió, seguramente.
La defensa intentó, en varias ocasiones, primeramente inculpar y luego responsabilizar parcialmente al responsable de la instalación del sistema de ventilación. Pobre, no sabía que era el hijo del juez. Los querellantes, la familia del jóven fallecido, estaban bien representados, Monte del Pino fue capaz de mandar a declarar a la paloma. Recordó, luego, durante cuarenta minutos, cómo Aristóteles valoraba la doxa y aquel refrán que reza el silencio otorga. Victoria automática, después de cuarenta y cinco minutos, todos tenían hambre miraba fijo a un lugar indefinido entre la nariz y la ceja izquierda del juez, un ulular la hubiera salvado y sin embargo estoicamente calló y ahora lo mira el abogado defensor se acomodó la corbata, pero se quedó a escuchar la sentencia, estaba acostumbrado a la derrota. Tres del fondo se sorprendieron al escuchar la pena máxima. La decisión se apoyaba en la jurisprudencia y ciertas ventajas materiales. De la reciente ejecución de un conejo había quedado una silla eléctrica a escala construida ad hoc, totalmente funcional, que casualmente se encontraba en el tribunal ese día.
Se resolvió resolver la condena in situ. La defensa protestó por la insistencia de los latinismos, pero el juez hizo oídos sordos. Un policía provincial trajo la sillita. Otro intentó tomar a la paloma, que se resistía. Finalmente, la ataron y conectaron el aparato a la corriente. El juez, sorprendentemente, miró para otro lado cuando accionaron la palanca. Diez segundos después, la desenchufaron.
Murmullo, se paran, se saludan, se levantan. Se van. La paloma es llevada a la morgue municipal.

martes, 19 de agosto de 2008

Fragmento de un fragmento (homenaje a Lucas Silva, in memoriam).


-Eso es sacrilegio, sabías...
-¿Qué? ¿Mear una iglesia?
-Sí, eso.
-No hay drama, soy jesuita, ésta es franciscana.
-Veo...
-Mirá, una mariposa.
-Está agonizando che, metela en la etiqueta, pará que saco el último pucho.
Prendo el último cigarrillo mientras el Flaco mete la mariposa en la etiqueta y me la entrega.
-Tomá, no sé para qué la querés.
-Te diría algo pero no lo entenderías hasta el año que viene. Tiene que ver con gatos y paradojas.
-No ni idea. Vamos volviendo.
-Vamos.
Y volvimos, y hubo invierno, y hubo Vivaldi, hubo más ginebra, hubo corazón roto, hubo orquestas y cosas que ya no importaban. Lo que creo nunca haberle explicado al Flaco es que más allá de la paradoja de Schrödinger, esa mariposa representa la dualidad de la existencia. Esa mariposa es la vida.

Escrito por UTC el 09/06/07, en referencia a un evento ocurrido casi exactamente un año antes.
Hoy, a poco más de un año después, el tipo viene a morirse sin terminar de explicarme lo de Schrödinger. O no.

viernes, 18 de julio de 2008

Chacales y árabes (Kafka)



Acampábamos en el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.
Me tiré de espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido de un chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. El gruñido de los chacales me rodeó; ojos dorados descoloridos que se encendían y se apagaban; cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en cadencia como bajo un látigo.
Un chacal se me acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:
—Soy el chacal más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía. Ya casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
—Me asombra —dije olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los chacales—, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?
Y como envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los chacales estrecharon el círculo a mi alrededor; todos respiraban con golpes cortos y bufaban.
—Sabemos —empezó el más viejo— que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los árabes falta. De este frío orgullo, sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a los animales, para devorarlos, y desprecian la carroña.
—No hables tan fuerte —le dije—, los árabes están durmiendo cerca de aquí.
—Eres en verdad un extranjero —dijo el chacal—, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué deberíamos tenerles miedo? ¿Acaso no es un desgracia suficiente el vivir repudiados en medio de semejante pueblo?
—Es posible —contesté—, puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco; debe tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la sangre, entonces concluirá quizá solamente con sangre.
—Eres muy listo —dijo el viejo chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes los pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo apretando los dientes podía tolerarse salía de sus fauces abiertas—, eres muy listo; lo que dices se corresponde con nuestra antigua doctrina. Tomaremos entonces la sangre de ellos, y la querella habrá terminado.
—¡Oh! —exclamé más brutalmente de lo que hubiera querido— se defenderán, los abatirán en masa con sus escopetas.
—Has entendido mal —dijo—, según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte se pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua para purificarnos. A la simple vista de sus cuerpos con vida escapamos hacia aires más puros, al desierto, que por esta razón se ha vuelto nuestra patria.
Y todos los chacales en torno, a los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros venidos de más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y se la frotaron con las patas; habríase dicho que querían ocultar una repugnancia tan terrible que yo, de buena gana, con un gran salto hubiese huido del cerco.
—¿Qué piensan hacer entonces? —les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude; dos jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi camisa; debí permanecer sentado.
—Llevan la cola de tus ropas —dijo el viejo chacal aclarando en tono serio—, como prueba de respeto.
—¡Que me suelten! —grité, dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.
—Te soltarán, naturalmente —dijo el viejo—, si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito, porque siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden abrir las mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.
—No diré que el comportamiento de ustedes me ha predispuesto a ello —contesté.
—No nos hagas pagar nuestra torpeza —dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono lastimero de su voz natural—, somos pobres animales, sólo poseemos nuestra dentadura; para todo lo que queramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente con los dientes.
—¿Qué quieres entonces? —pregunté algo aplacado.
—Señor —gritó, y todos los chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía—. Señor, tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres, nuestros antepasados te han descrito como el que lo logrará. Es necesario que obtengamos la paz con los árabes; un aire respirable; el horizonte completo limpio de ellos; nunca más el lamento de los carneros que el árabe degüella; todos los animales deben reventar en paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su sangre y que limpiemos hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos —y ahora todos lloraban y sollozaban—, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno. Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el pescuezo con esta tijera! —Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.
—¡Ah, finalmente apareció la tijera, y ahora basta! —gritó el jefe árabe de nuestra caravana, que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros, tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un apretado redil rodeado de fuegos fatuos.
—Así que tú también, señor, has visto y oído este espectáculo —dijo el árabe riendo tan alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.
—¿Sabes entonces qué quieren los animales? —pregunté.
—Naturalmente, señor —dijo—, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente el que les parece el predestinado. Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.
Cuatro portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria. Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.
En aquel momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás y corrieron un trecho a reculones. Pero la sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.
—Tienes razón, señor —dijo—, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!

jueves, 17 de julio de 2008

King Of Poets


Nótense los detalles.
Un trabajo precioso que yo no me tomé.

Toc.



Al caer, la anciana podría haber rebotado en el asfalto. Alguna propiedad física hace que lo vertiginoso de la caída se apague ni bien toque el suelo.
Una mancha oscurece el pavimento.
¿Por qué se quita la vida una persona de setenta años? El inquisidor es uno de los que, como yo, vieron el espectáculo. No sé, le corresponde una voz femenina a mi derecha. Ahí viene la segunda.
Esta era voluminosa, cacheteó el suelo con su piel rellena de grasa, y quedó con media cara contra el piso, el pelo un poco largo revuelto y cubriendo la mirada con sangre. Uno de los niños notó el marrón de su corpiño descomunal, y tuvo una arcada. La madre posó su mano entre su cabello y se la restregó. Todos volvieron a mirar para arriba.
Un resabio de mujer, de la mitad del tamaño de una, bajaba precipitadamente cortando el aire. Al mismo tiempo sentí el viento en la cara y traté de imaginar la sensación. El sonido seco atrajo mi vista como un reflejo mueve a un pescado.
Parecía mirar una incongruencia: un hilo bordeaux pendía del lagrimal, la retina opaca, desarticulada de su función de mensura, contemplación del eco que todavía retumbaba en los edificios, inercia de la explosión viscosa. A manera de una sandía, retoñaba coágulos por una grieta de pelos de gelatina. Confusión. No pueden detener de sus convulsiones al que se encontraba a centímetros de la decisión –o tal vez una súplica, quién te dice-. Grita vocales, gorgoteando la mucosa del impacto. Hubiera imaginado a la muerte algo más líquida, menos concreta. Grita porque se le presenta así: densa, física, casi clínica.
Con la cuarta se dibujaron las incógnitas en nuestros rostros. La altura de donde provenían estaba oculta en lo opaco del cielo comiendo los contornos de las altas torres. Había, en algunas cejas por ejemplo, temor. Posiblemente al no encontrar parangón cirquero para la lluvia de viejas. Algún anciano podría intentar inventar el recuerdo, pero no pude divisar a ninguno en la maraña de cabezas. Tal vez habían previsto el rito y no acudieron para no sensibilizarse. Finalmente, pertenecen a esa última raza humana carente de características justamente propias a la humanidad, principalmente el sexo. Tal vez eran la siguiente parte del número.
Toc.
Se suele tomar al suicidio negativamente: niega la jovialidad, la trascendencia y hasta la concha de su puta madre (La Psicología se encarga de los presupuestos e influencias familiares). Moralina. La cara, aunque sorprendida, no sugiere desesperación.
Está bien que se reventó el cerebro, que ya no cabría en la cavidad otrora asignada. Los rasgos están desfigurados por el impacto, aunque se improvisa una fatalidad trágica en sus intenciones. “Ya no le quedaba nada por hacer”, proponen.
Es lo que hacen cuando no quieren estorbar: ruido.
Toc.
E incluso la escena iba mereciendo los aplausos. El área de unos tres metros cuadrados donde iban quedando depositados los restos iba adquiriendo tonalidades insospechadas. Hasta las caídas, indefinidas en número, diferentes en intensidad, una muerte particular para cada anciana, un fondo que más de fuegos artificiales era de explosiones orgánicas. Seco el sonido a hueso pulverizado y a riñón estacado por costilla: Toc. Húmeda mi sonrisa, y la inconmensurabilidad de la escena.
Yacían depositados cuerpos como para merecer ser ubicados en categorías como docenas. Un semicírculo de gente rígida los rodeaba a prudencial distancia, evitando los más curiosos los eventuales salpicones de fluidos. Cada tres o cuatro suicidios, algún escéptico se apartaba imaginando una nueva estrategia publicitaria, pretendiendo arcadas o consultando el reloj.
La cuestión terminó cuando me vi arrojado al vacío por mi propia fuerza, convencido de los efectos homeopáticos del aire de un décimo piso.
Llega un punto en que no se nota la diferencia entre el sabor de la vereda y el del viento.
Toc.
Cadáver exquisito compuesto en conjunto con Sergio Alejandro Iturbe, a.k.a. Demon/Cleaner.

viernes, 11 de julio de 2008

El gato que sobrevuela el jardín tenebroso.


La Mujer.
La tercera vez que me tocó verlo las contingencias del azar pusieron en relieve alguna sospecha que había cobijado anteriormente. El gato bien podía ser siempre un sueño, hablando más claramente, una ensoñación constante, manifestación hermética y/o esotérica de una idea fija, o bien puro capricho del dios de los sueños, una consecución casual y fortuita de la misma irrealidad, lo que me perseguía.
Dije la tercera porque en ese momento se me figuró que era la tercera vez que lo veía pasar frente a mí, cubierto de las improlijidades de la civilización, lejos del alcance del calefactor y la luz tenue que me arropaban serena y casi equívocamente. Al verlo nuevamente, me supuse dormido por tercera vez en la semana. Es decir, vi al gato como la cifra de mi dormir, como la señal o el aviso de mi abandono de la vigilia. No puedo decir si a ciencia cierta estaba dormido –nadie, nunca- pero, hasta donde yo sé, los gatos no vuelan, los patios no se tornan escabrosos (levemente, una impresión intuitiva, puesto que la disposición, la cantidad y calidad de los elementos que componen mi patio eran los mismos que en esos desgatados momentos que llamo vigilia). Sin embargo el gato aparecía, inevitablemente eso es así, de una u otra forma, y junto con él la impresión gravísima de que mi patio era honestamente escabroso.
El cuadro es certero estéticamente. Es porque no ha dejado de ser, porque sospecho que nuevamente el gato sobrevolará liviano y calmo –nunca noté malicia por su parte, incluso su mirada felina esquivaba matices tétricos para pasar directamente a ser un monólogo que, sin verse privado de cierta perpelijidad que atribuyo a su inopinada capacidad de vuelo, abundaba de todas maneras en una bondad candorosa, esa que estilan otros animales tales como los perros, los elefantes y posiblemente los bovinos todos- las calladas plantas que a mi vista ocultaban la muerte, los setos cortos que no podían disimular su terror, la deformidad de las flores, el mal acechante en cada recoveco oscuro del frondoso siempreverde. El gato planeará tranquilo, aleteará algunas pocas veces, sin remontar demasiada altura, deslizándose suave en el aire y con la gracia de las aves se detendrá unos segundos en mi ventana, con su hocico húmedo y frío –compadezco enteramente al pobre animal cuya existencia, o al menos presencia en mi patio, es indisoluble del clima frío, profundamente frío-, y se alejará rápidamente, sin rumbo o con uno que la oscuridad nunca me permitirá contemplar.
De estos hechos que señalo, por si inverosimilitud, infiero que la presencia del gato es en el mejor de los casos un sueño que se repite cada vez que me abandona el insomnio, en el peor una alucinación de la locura que el insomnio puede causarme, atendiendo a las advertencias que la medicina hace sobre la falta de sueño.

El Gato.
Hoy, al volver del trabajo la encontré nuevamente dormida. El doctor nos avisó –en aquél momento ella estaba despierta- que no había causas fisiológicas para el agotamiento que ella argüía, y que su tendencia constante al sueño le resultaba preocupante y curiosa. No pude ocultar el desprecio que me causó lo poco que demostró preocupación y lo mucho que demostró curiosidad científica ante este extraño mal que aqueja a Claudia. En la última semana, apenas si ha estado despierta cuatro o cinco veces, para comer y asearse, lapsos de no más de cuatro horas, sorpresivos hasta para ella.
No recuerdo con precisión el día en que demoró en levantarse. Esto es extraño, ya que antes de que enfermara la puntualidad de la intuición de sus deberes que algunos llaman reloj biológico, era perfecta. Despertaba cinco minutos antes que cualquier alarma se atreviese a molestarla. A su lado yo, que me admito escrupuloso y ordenado, pasaba por vago y desaplicado, máxime en lo que respecta a la huída del lecho.
Estoy convencido de que está gravemente enferma. De hecho, estoy verdaderamente asustado con respecto a su enfermedad; no la reconozco, no puedo reconocer en ese cuerpo vegetante a mi mujer, la lúcida y activa Claudia, la tía que saltimbaqueaba con Luis y Guadalupe, la asesora jurídica que evitó que yo pagase las piernas rotas de un motociclista borracho y una semana después la habitación del hotel lustroso al que me condujo. Tal vez ahora evoco esos momentos para desalinear el cuerpo inerte que descansa a mi lado todas las noches, y que sigue descansando aún cuando yo ya no estoy, y continúa descansando a mi regreso para no despertar tampoco mañana, con suerte, como quien cabecea de cansancio, abre los ojos y me mira, y sonríe, y vuelve a cerrarlos. He pasado noches enteras en vela y este último descubrimiento ya no alcanza, como en un primer momento, para alegrarme. Supongo que lo hace para descansar de tanto dormir.
Las contadas veces en que se despierta y se mueve, más allá de la lentitud de sonámbulo con la que lo hace, apenas si susurra algunas palabras, como quien repite algo novedoso con el fin de recordarlo. Hace todo mecánicamente, sin pensarlo, lenta pero segura se prepara su té, sin importar a qué hora se despierte, aunque hasta ahora lo ha hecho por la tarde, en horarios no fijos, toma su té, se ducha, se vuelve a poner el camisón, sale al jardín, camina por el como si lo disfrutara, y al cabo de un breve lapso de caminata, vuelve a acostarse.
No responde cuando se le habla, ni siquiera cuando ayer, desesperado al verla pasear por el patio como una autómata, la sostuve y grité fuertemente. Se mantuvo apacible, sin oponerse a mi fuerza sobre sus hombros, sin escuchar una palabra de mis alaridos, si ver una de mis lágrimas.

La Mujer.
El insomnio se mantiene firme, pero mi salud, o al menos mi percepción de mi salud, desoye cuantas calamidades le han vaticinado. Esto me alegra, porque todo lo particular que me queda, todo lo anormal que debería ocurrir en un mes privado prácticamente de ciclos saludables de sueño, se reduce a la permanencia exclusiva del gato volador y el jardín tenebroso en mis ocasionales accesos de sopor. Ha quedado evidenciado para mí que la llegada del gato y el algo en mi jardín obedecen a imaginaciones oníricas. No ha habido cambios sustanciales, pero consigo saber –si hay conciencia en los sueños y luego posibilidad de aprensión de datos a-empíricos y luego conocimiento- que el recorrido del gato volante no es necesariamente el mismo en todas sus apariciones, ni el grado de pavor que la visión de mi jardín me provoca es idéntico tampoco. Pero hay una unidad, de todas maneras. El gato es siempre el mismo gato, y el jardín sigue siendo exactamente mi jardín, tal cual lo reconozco ahora que me admito despierto. Y de esto me queda; en primer lugar, ya un cariño por el animal, primero por el frío al que está condenado a padecer y después por la gracilidad bella de su vuelo; en segundo lugar una expectación no del sueño como actividad de descanso –he olvidado el sentido de esa palabra, ahora hay sólo algo como fiebre levísima y desgano para las tareas pesadas que afortunadamente nunca me veo obligado a practicar producto de mi invalidez y el dinero del Seguro de Desempleo-, sino de volver a encontrarlo, verlo planear precioso y preciosamente, sentirlo vivo y ajeno a mí a pesar de la certeza de que no hay más gato que el que mi imaginación produce al encontrar, como encuentra rara vez, el sueño.

El Sueño.
Límpido-liviano-claro-cómodamente frío-húmedo-feliz-confortable-apacible-veloz-rasposo en la nariz-ahora oscuro-más frío-suave en la nariz el vidrio-silencioso-quieto-calmo-claro nuevamente-rasposo en la nariz-el aire-el viento-verde-oscuro-verde-oscuro-sonoro-pesado-cosquilloso-más frío-rapido-rapidísimo-violento pero seguro-verde-firme-simple contacto en los pies-brillante arriba-giro-elevado-más elevado-oscuro-oscuro-oscuro-resonante-oscuro.

La Mujer.
Leyendo, dejando pasar el tiempo y siguiendo penosamente la línea que las palabras marcan con ritmo confuso, comprendo que el gato no es mío y lo amo aún más. Cifra de la libertad –porque no es un sucedáneo de mis cotidianeidades proyectado en un sueño, sino que independientemente de mí el gato está y es libre y me fascina- me configura como un discapacitado enfermo, persona de escasos accesos al mundo-sueño en el que es feliz. El gato vuela el jardín en tinieblas todo el tiempo; yo lo visito sólo cuando los caprichos de mi psique me permiten.
Si comentara estas conclusiones al doctor, adelantaría el proceso de decretar mi locura a causa del insomnio constante.
Llevo tres meses desde que vi al gato. Duermo dos o tres horas, cada dos o tres días.

El Gato.
Terminé por aceptar las sugerencias del médico e interné a Claudia. Todos los días, al salir del trabajo, paso a visitarla, cada vez con menos convencimiento de que ello tenga algún valor. No sabe ni siquiera que está en un hospital. Continúa la rutina que llevó por tres meses en nuestra casa, pero ahora hay profesionales que miden sus comportamientos, buscando establecer algún patrón sin mayores logros. Los lapsos no son exactos, esto es lo que más exaspera a los médicos, pero aproximadamente cada dos o tres días, por dos o tres horas, se levanta de la cama, arrastra su suero colgando de un caño metálico y sale al patio del hospital. El único cambio es que al no necesitar alimentarse y al ser aseada con algodones húmedos por las enfermeras mientras duerme, todos sus actos de mientras está de pie se reducen a caminar descalza por el patio del hospital.
Admito que mi desesperación tocó su límite un tiempo antes de que decidiera internarla. Admito que estoy viendo a otras mujeres y admito también que su locura, su enfermedad extrañísima la han vuelto algo inhumano a mi vista. Ahora es una mascota excéntrica que despista a los veterinarios con sus peculiares juegos. La incomprensión de lo sucedido me impide sentirme culpable. La visito solamente porque he aprendido a quererla de esta manera, como supongo se querrá a un hermano oligofrénico.

domingo, 22 de junio de 2008

Communication Breakdown (Autodefinido II).



El monstruo:

¿Me presento como dado? Por momentos padezco de certezas. Es grave: no son convencimientos dogmáticos o religiosos; está todo bien fundamentado. Dios sabe para qué… – y acá entra la voz de la esquizofrenia, el maldito espíritu de la contradicción.
Es un dilema constante. Estoy escribiendo. Voy a usar algunas palabras. Dirigiéndose uno en determinadas direcciones, suele terminar pisando ciertos palitos. Vamos –notá el plural- ¿vamos a decir otra vez que el arte, que la feminidad, que la soledad y la autodestrucción, que lo negro, la muerte, lo calladamente lúgubre pero agradable? ¿el remanso de la escalera en la estepa? Y lo otro es cien veces peor. La reiteración de la pose contestataria y darky o el riesgo (no solamente, acá también hay una certeza) de la cursilería a la que ineluctablemente –ya empieza la lírica- me veo arrastrado -¿ y ahora una imagen marina? ¿una figura minuciosa de la sensación del arrastrarse? ¿tal vez llevar el sentido del término al andar de los reptiles y recalcar su condición de repulsivos?- si me quiero escapar de la dulce máscara del abgrund.
-Acá se enoja un poco por la imposibilidad de la opción, despotrica dos párrafos (o tres) contra las mujeres en general. En realidad esto consiste en un engaño sencillo: la generalidad encubre de una impersonalidad segura lo que las particularidades responsabilizan, concretan y finalmente objetivizan (des-cualifican). No es cuestión, tampoco, de perder el tono poético y maricón.

-¿Pasás mucho tiempo solo? (Alejandra)
-¿Estás todo lo solo que deberías estar? (Franz)
-¿Padecés? Pese a la autosuficiencia literaria, filosófica, ¿padecés? (Feodor)
-¿Te la bancás sobre un sistema de relaciones muertas en el que desconfiás? (Fritz)

(Quedaron progresivamente más largas… )

Es una cagada, con este escepticismo unánime que me asaltó ya no puedo darle la parte ficcional del argumento anterior. No puedo intentar el tono de la mina, ni hablar el del otro tipo. Hasta simbológicamente el triángulo no es una cosa muy linda. Filosos los bordes.
El argumento, entonces, tiene que quedar así:
Los otros dos personajes carecían de ontología, eran accidentes, dependían de otro (el esquizofrénico) que, no queda otra, tiene que ser también el narrador. Suele ser el típico caso de la escritura, la relación del autor y los personajes.


La fotografía corresponde a Sergio A. Iturbe, a quien se agradecen la generosidad del empréstito artístico y la agudeza estética de la composición visual.

miércoles, 11 de junio de 2008

El Tiempo de Endimión



Recuperar el mundo griego y su tiempo que nunca dejará de repetirse no es el afán de este relato. Tampoco repetir aquel in illo tempore que exige el mito y que Ovidio sabía enclaustrar en el taxativo rigor de sus hexámetros. Estoy queriendo hablar justamente del hombre que, previendo tal vez la necedad que nombrar el tiempo implicará siempre, optó por salvarse del terror que un destino prescrito supone. Libre de las tragedias que urdirán otros después de él, Endimión, antes que salvarse de su finitud, quiso salvarse del horror del tiempo.
La Historia prefirió ahorrarle la lectura –posiblemente ignorara la magia de descifrar esos síbolos- como también supo salvarlo de la Filosofía y sus áridos complejos fastuosos e innecesarios. La corta vida de Endimión transcurrió entre ovejas y paisajes a los que la bucólica rendiría innumerables homenajes reiterativos. Desconoció los secretos que admiraron a los hombres de su época, la posible realidad de los números y las matemáticas, el conocimiento del futuro en las entrañas de las aves, los éxtasis caóticos en los que el hombre y la naturaleza se fundían, en los que se desdibujaban los géneros, en los que el placer agitado y la calma silenciosa proferían los mismos gritos ocultos. Endimión fue hasta su juventud hijo de pastores, criador de ovejas. Bebió el vino agrio que la miel mitigaba y se preparó para el combate siempre latente entre las ciudades. Un solo hecho ocultó a sus paisanos, uno que descartó por inverosímil y en demasía extraño: en la contemplación de la luna a la que se daba cada noche, supuso que el movimiento silencioso y exhaustivo del firmamento no podía ser distinto del ciclo entre vida y muerte al que obedecían el pasto de su ganado, las estaciones del año, el permanecer ilusorio de su linaje. Se obstinó desde la infancia en seguir los giros que la luna da a sus faces, y su amor por Selene, dice el mito, le fue correspondido.
No puede un relato que no quiera introducirse en la descripción de lo fantástico relatar los pormenores de un amor entre la Luna y un mortal, pero lo cierto es que Selene veía en los ojos de Endimión una preocupación sórdida, real, como aquellas de las cuales los hombres escapan y que los Dioses, sin poder ignorarlas, soportan parejamente a su inmortalidad.
-No soy un Dios, Selene, pero viéndote antes de tu llegada pude conocer la inmortalidad. Está escrita en el movimiento imperceptible del firmamento en el que moran los Dioses, en el desvanecerse invisible de las montañas y la composición de las piedras, en la muerte y nacimiento de los Eolios de mi raza, incluso en la materia que mi cuerpo toma y desecha. Los hombres se guían por las sombras y sentencian: mañana, tarde, noche. Yo sólo sé que no hay diferencias y que el tiempo es continuamente retornante. Homero volverá a cantar a la musa –como recordaron las abuelas- y yo volveré a decirte estas palabras.
El mito cuenta que Selene indujo a Endimión a un sueño sin sueños fuera del tiempo, en el que su juventud permaneció intacta olvidando que los hombres cuentan días que agrupan en años y que tras los años la muerte llega. Endimión no temió a la muerte, sino soportar la temporalidad que lo constituía. No a la magnitud de su albedrío en una historia que se repetirá, sino que una historia se repita. No hay más tragedia que el tiempo, más allá de los destinos.
Borges no vio a Endimión, ni él a mí, y sin embargo nos adivinó, repitiéndonos los unos a los otros.

martes, 3 de junio de 2008

La mujer de otro



Esta es peor. La peor. Es así porque son cosas que me suceden a mí, y como todos sabemos, las cosas malas son peores cuando es uno a quien le suceden. La impersonalidad verbal salva las responsabilidades y se puede dormir tranquilo.

Puedo confesarlo, suelo representar la inmortal práctica que Poncio Pilatos representa, no ya por antonomasia, sino en carácter de imagen trillada -algunos superlativos mediante-. Y en este caso, la literatura viene a jugar el papel de sustrato material de esta impúdica relación medios-fines. Hay escuelas de crítica para todos los gustos, afortunadamente; siempre podremos hallar quien sostenga las implicancias ontológicas de desdeñar el carácter catártico en la literatura que desde Eurípides La Cultura nos ha venido legando, como tampoco faltarán los místicos que nieguen el autor y desde allí cualquier vinculación posible de un imposible él con la obra.

En todo caso, también afortunadamente, una pretendida ficción tiene la prudencia de no rendir cuentas.


Como el lector sospecharía prescindiendo de esta aclaración, es un teléfono:-Sí. Daniel. Héctor, te habla. No. Creo que no tenés conexión entre mi cara y mi nombre. El cumpleaños de la hermana de Andrea. No, pará, dejá, no importa. No…
Sí. Sé que es temprano.

El que marcó está en calzoncillos, con los pies metidos en dos chinelas de tela verde, por lo demás desnudo y despatarrado en un sillón, fumando con el brazo extendido y el teléfono también verde –supondremos azar el la sospechosa similitud del tono-.El que escucha, en cambio, está acostado, un tanto mareado de sueño e incomprensión de las palabras que le llegan fortuitamente, sin objeto y sin voz, impersonales y absurdas. No sólo está acostado, está arropado bajo un peso indeterminable de colchas y sábanas que dan cuenta de la crudeza del invierno o la friolencia de quien lo soporta. Junto a él –a éste último, que he dado en llamar Daniel- duerme una mujer rubia. Permítaseme aquí una digresión: Debe haber una formalización matemática entre la sensación de belleza que una mujer emite al hombre que la contempla y la cantidad de ropa de cama que la cubre, sobreentendiéndose que ella esté desnuda bajo las sábanas. La matemática, como cualquier lenguaje, en última instancia, da para cualquier cosa.
Me faltó aclarar que el primero, quien tuvo la decisión de tomar el aparato e iniciar la oscura y breve conversación, está positivamente ebrio, y posiblemente lleve un tiempo sin dormir. Es uno de esos sórdidos personajes que alguna literatura ha aprovechado sin demasiados miramientos hasta secarlos de cualquier connotación poética de precio: un melancólico, un alcohólico, acaso un poeta.

Siguen:
-Escuchame. Tengo algunas cosas para decirte. No sólo voy a insultarte a vos y a tu linaje ascendente y tu posible descendencia. No, dejá. No me conocés. No entendés el chiste. Shhh. Escuchame, digo. No me importa. Estoy borracho, ni siquiera creo que me importe alguna cosa. Esta tarde. A las ocho. A las siete. Siete y media. Qué sé yo… Está bien: siete y media. En Trejo y Duarte Quirós hay un café, ahí a esa hora. Sí- cortan mientras todavía se escucha una voz.

Daniel, apenas más despierto que cuando atendió, mira a su mujer, intensamente rubia, intensamente desnuda. Suspira.
Héctor, temblando, permanece junto al teléfono. Los tipos como él no sobrevivirían en mundos más justos, menos permisivos. El autor no sabe si agradecer o lamentar éste, uno de los mundos posibles, en el que hombres como Héctor tengan que verse tentados por el suicidio en cada fracaso rotundo, en cada recuerdo abismal. Qué se le va a hacer…

A las siete y veinte ya se puede ver a Héctor esperar impaciente en su silla. Espera un vasito de ginebra. No sé si lo sabe, pero creo que lo hizo para que el olor en la boca vaya aclarando y adelantando algunas características que por pudor no quiere verbalizar frente a su enemigo. Piensa en el otro como eso, como un enemigo mortal, esperando, dejándolo consumirse en su nerviosismo, su sudor, sus ganas de emborracharse para olvidarse hasta mañana.
Daniel camina tranquilo pero ya corroído por una curiosidad infernal, capaz que aniquilar a todos los gatos del mundo si tuviera la delicadeza de respetar refranes populares. Llega a la esquina, mira el reloj pulsera. Ve la alta torre y el descomunal reloj. Por algún augurio inescrutable, no coinciden, pero sólo por tres minutos. Y no es tiempo de pensar cuál está mal ajustado, si alguno lo está. Como si no fuera posible que ni uno solo de los relojes en el mundo… Y ahí está el otro, doblado en su silla, con la nariz a centímetros de la mesa. Se interrumpe al verlo, claro. No parece muy amenazante. Es flaco, alto teniendo en cuenta que está sentado y las viejas que pasan a su lado apenas lo aventajan en algunos centímetros. Ahora se incorpora, aún sentado, y lo mira, fijamente. Tiene los ojos brillosos y grandes, por demás bellos.
Daniel entra y se sienta frente a él. Permanece callado, pero por otro lado no es él quien se supone tenga que hablar. El otro, todavía no Héctor, pero sí ya uno que hiede a alcohol, tampoco habla. El clima es ciertamente tenso y el mozo parece inoportuno al cortarlo con un qué va a ordenar. Un café en jarrito, dice Daniel. Y una medialuna –posiblemente lo intachable de su pedido tienda a contrastar con la segunda ginebra que solicita el otro-.

Héctor sigue callado. Daniel también. El mozo se va. Vuelve después de un tiempo incalculable y el lector irá notando que este carácter del tiempo suele repetirse en estas ocasiones. Entonces Héctor bebe el pequeño vaso de un sorbo rápido y hace una mueca de desagrado y tose.
- No tenemos mucho que ver. Estás vestido con ropa que calculo cara y tenés auto. Yo por el momento, es decir, hasta que me rajen, doy clases de secundario y gasto la plata de una manera que no comprenderías. Por supuesto que no soy mejor. No estoy emitiendo un juicio al respecto, esto es pura descripción.
Cuando era chico ya me había dado cuenta de que nunca iba a tener mucha plata porque eso implicaba darle tiempo a la plata. Ya a los once años mi tiempo era mío y siempre lo preferí a la plata… Divago. No escuches. A qué iba. Ah, sí. Que no tenemos mucho en común. Recordarás mi cara, de todos modos. Ahora que me ves.
-Sí. Un cumpleaños de alguien.
-La hermana de Andrea. De lo que se deduce que conozco a la hermana de tu mujer y ahí ya tenemos algo.
-Sí, efectivamente, Laura, la hermana de Andrea. Qué pasa.
-Te estoy robando el tiempo, me imagino. Mejor. Quiero quitarte lo que me sea posible. Soy alguien pequeño. Mi voluntad y el mundo siempre parecen no querer corresponderse, como los amores de las novelas mexicanas. Todo un problema: terminás convencido de vivir en un solipsismo marca Cartesius. Y, claro está, me aferro a lo que parece real como no sabés cómo. Querría hacerte mierda, pero soy cobarde. No puedo golpear fuerte, y mi verborragia mitiga el valor de mis palabras-.
Daniel parece no entender todavía. Héctor, como yo, lo nota.
-Tu mujer, Danielito, tu mujer.
-Me imaginaba.
-No parece… Ahora decime: ¿qué es lo que podés imaginarte? Somos gente grande y estamos en un problema, pero el mío es mayor, porque tengo mucha imaginación. Yo en tu lugar ya me hubiera pegado un tiro. Así qué decime, decime qué mierda podés imaginarte –se acalora, el rostro se le enrojece levemente, se detiene y llama al mozo con un gesto: otra ginebra-.
-Me imagino que te acostaste con ella, que estás enamorado, que me tomás por pelotudo.
-Me refería al alcance de tu imaginación. Cuando decís “acostaste con ella”, ¿realmente lo representás en tu cabecita? ¿Elegís una de sus caras de goce, una entre las que tengas en tu memoria, y la adosás a la situación pero incluyéndome? ¿Añadís por casualidad el repertorio de gemidos y grititos al caso? Ya los escuchaste, la precisión podría ser admirable. Conocés su cuerpo y las cosas que le gustan a su cuerpo. ¿Hasta dónde llega el detalle? ¿Cómo hacés para no romperme la cabeza en el momento que decís “acostaste”? Mi enamoramiento es lo de menos. Es más, casi te ayuda: me hace ver más imbécil… pero el “acostaste”…-
Héctor disfruta. Es un escritor, le pertenece esta victoria momentánea que dura unos cuantos segundos. Daniel deja escapar un imprevisible bufido.
-Tenés razón. Debería reventarte la cara. Pero como dijiste, somos tipos muy distintos. Yo estoy casado, vos te acostás con mi mujer. No quiero que lo entiendas en caso de que puedas. Te pido solamente que te vayas. Voy a pagar esta medialuna y tus ginebras y vos te vas a ir por donde viniste. No vas a volver a hablar con Andrea. Y no porque yo quiera- el gesto en la cara de Daniel es irreproducible por vías literarias, pero va entre el ocultamiento de cierta genialidad y un algo resignado, hastiado. No lo conocemos, una lástima.
Héctor padece un estupor que las caricaturas traducen en un sudor constante y presumiblemente frío. Ambos callan. Cómo y por qué Héctor súbitamente lo entiende, lo ignoraremos. El carácter de narrador, empero, me fuerza a explicar su repentina huída, tal vez sus postreras lágrimas y el desgarro que este relato no incluye. De todas maneras, antes de esto llega a hacer una última pregunta.
-¿Vos me estás diciendo que esta no es la primera vez que alguien te viene con esto?-
La explicación consiste en una lacónica traducción del gesto de Daniel: un “por supuesto”.


02/06/08


Nota: La imagen ha sido añadida posteriormente. Se puede considerar que la elección quedó determinada por alguno de los comentarios. O no.

sábado, 31 de mayo de 2008

Autodefinido





Hasta terminó apagando el cigarrillo, de tan aburrida. Esperar no es lo malo, el problema es querer dejar pasar el tiempo que no puede medirse, el problema es que no hay un hasta aquí para dar sentido los instantes anteriores. Para colmo de males, estar sola, sin audiencia para aplaudir sus arrebatos de desesperación abúlica o para fantasear con gozarla después de una sonrisa insinuante sobre la ropa de cama pegada a sus muslos, dibujando sus piernas redondeadas de un gris sedoso hasta el comienzo temprano de la carne. Aún así, junta las piernas, metiendo una en la cavidad que forma la otra, los pies también juntos, y la coyuntura negra de las piernas que a nadie decía “tomame, apretame, decime que soy tu puta”.

Asqueados de calor, transpiración pesada y un asco reptante, una repulsa animal, se dejan respirar largamente. Ella mueve una mano sobre la rodilla calva en el contorno hirsuto. Una isla dérmica bajo el nivel de un mar ralo y desparejo, oscuro. Retira la mano, rozando con cuidado la punta de los bellos a sus primeros pasos, y enciende un cigarrillo. Cof, cof, ¿apagá esa mierda, querés? En las cavidades de su moral no había refugio para el placer gratuito, la única forma del placer. En tu rutina de mierdas precisas no hay te queda tiempo ni para la maldad ¿no? No.
Pobrecito, era un animal. ¿Qué sabía él del arte, de la refinación, de la concatenación minúscula de movimientos que se precisan para pasar por la existencia dejando al menos un muerto y dos heridos, algún resentimiento y sin mucha suerte una añoranza?
¿Y tu mujer te dice que sos un animalito después de coger, te lo dice? Aparenta sabiduría, se calla para que sepa que fue suficiente. Ja, no me vengas con pavadas, que no estoy poniendo en duda las virtudes de tu verga. Lo que digo es que no creo que seas idóneo para otra cosa cualquiera, la que sea. Que sos un animalito del campo, correteando inocente por el prado. Un cuis bien dotado y con experiencia.

Y se pretende profundidad, la muy puta cabalga en el cromagnón ese del auto largo y azul y se piensa artista. La muy puta.
El arte viene por otro lado. El arte es llorar sangre y no saber mostrarlo, pero sentir cierto orgullo cuando se alcanza a decir que un ojo está vidrioso. Buscar a tientas un busto de Pericles en un museo sin luz. Y cientos, no, miles de bustos de un pelotudo de barba y casco, y la periclidad andá a buscarla con los dedos.
Mujer, bestia de dios.
Y pensar que sus ganas de cogerme no serán más que puro instinto maternal, fuerza bruta de la naturaleza que las empuja a querer criarnos. Pobrecita. Los imbéciles históricos han sido los artistas, siempre intentado darles la sutileza que no tienen. Las únicas mujeres dignas de ese verbo sin complemento directo, amar, no son más que literatura; despecho o frustación de un hombre que infelizmente se traduce en esos híbridos de sensualidad femenina y sensibilidad masculina. De la Maga para atrás y para adelante, son solamente el papel higiénico de esos pajeros.

Liturgia verspertina



Caminó varios pasos a la deriva. La tarde se iba anulando levemente, dejándose caer en la noche. Corría una brisa fresca. A unos metros de roble, escuchó movimiento de manos, el quejido de un labor haciéndose; después como a lo lejos, un relincho. Un espacio entre las matas ofrecía cuatro campesinos entre tablas de madera ancha tiradas en el suelo y un caballo amarrado. Una soga y un nudo en cada rodilla del animal.
Algo en lo mugriento de los sombreros producía desconfianza. Las camisas abiertas, los pechos redondos, peludos, marrones, impúdicos.
El animal miraba…
Acaso en respuesta a una señal siguieron con sus quehaceres. Tomó cada uno una soga y comenzaron a forcejear. Los cuartos del caballo se separaron entre sí en un movimiento brusco y seco, el animal luchaba entre relinchos. Lo acostaron, gritando, escupiendo, golpeando la bestia con varas en el costado. En los sacudones de las piernas se veía de vez en cuando una resignación, un cansancio previo.
Las maderas no estaban tiradas ni dispuestas de manera casual. Estaban cruzadas, una mayor atravesada por una más corta perpendicularmente, a mitad de camino entre el centro de la más larga y uno de sus extremos. Las sogas ubicaron los cuartos delanteros en sendos segmentos de madera. Los hombres se movían acaloradamente, excitados. La tensión dislocó al animal para que pudiera extender las piernas. Resonó un quejido agudo en los árboles que estaban detrás.
El ritual abarcaba la crucifixión completa. Después de atar los dos cuartos traseros a una única madera, pasaron una última soga por el cuello de caballo, hasta apoyarse en la tabla.
Posiblemente los clavos eran innecesarios. No llegarían a afirmar la carne a la madera; la sangre, sin embargo, parecía imprescindible para el cuadro.
Los relinchos, un segundo después de cada martillazo, producían un leve eco.
Los campesinos se detuvieron un segundo y guardaron silencio. Uno de ellos miró hacia un costado. Levantaron la cruz con sogas y la colocaron en un hueco. El más alto, abrió el vientre hinchado y expuesto, surcado por líneas de sangre que bajaban desde las piernas. Las tripas alcanzaron el piso al caer. A su alrededor se expandía una mancha oscura, húmeda. Los hombres se apartaron y tomaron tridentes. Hicieron un montón de paja y lo apisonaron para disminuir la humareda.
La luz del fuego iluminó a los hombres y los últimos gritos del animal. Después quedaban sólo el resplandor en los rostros, el crepitar de la madera y el olor a carne asada.

sábado, 24 de mayo de 2008

Notas sueltas a propósito de la diferencia esencial entre un exorcista y una ama de casa posesa.










































La cuestión es la siguiente. De lo demostrado por la similitud entre los personajes ficticios Alexander Anderson (Hellsing) y Demon Cleaner (Kyuss) a partir del caracteristico rasgo de sus lentes luminosos en la oscuridad, quedan abiertas algunas -posibles- interrogaciones.
1) Si una barra ("/") alcanza para quitarle al limpiador de demonios su cracter sacerdotal, bien que estemos hablando de un sacerdote particularmente brutal y esquizofrénico.
2) Si la relación es meramente azarosa y no hay Dios que fundamente el afán asesino de Anderson, si los sureños Kyuss habíanse inspirado en la producción japonesa o, aún más curioso, los nipones en la banda stoner.
3) Si la purga del alma endemoniada, el exorcismo, es el oficio del "Demon Cleaner", ¿las quehaceres domésticas lo sería del "Demon/Cleaner"?

El espacio queda abierto para una investigación más prudente y más profunda...












sábado, 3 de mayo de 2008

Posthumus. El Enterrador

Retomo una imagen de pasados casi oníricos, de tiempos confusos y de entreveraciones perceptivas de la más asistemática confusión monádica. Hablo de una absorción metafísica del mundo, de pajitas o sorbetes de plástico viejo en una naranja mohosa, hablo de una cama y un cuerpo sobre esa cama y una mano en ese cuerpo, una mano escribiendo.
El pasaje es impropio de ser denominado original. No puede uno estar cayendo constantemente en esta clase de generosidades nominalistas. Algo a mi costado me dijo que era shakesperiano, pero tampoco puedo estar seguro de ello.
La bic roja decía algo acerca de un campo vastísimo, de pasto casi seco, pero no del todo desolador, salvo por la magnitud espacial de éste. Una suerte de pampa sin ombúes, sin verticalidades que mitigaran la eterna y triste horizontalidad, la íntima condena de figurarse en un único plano. Un campo agónico sin gemir, sin quejarse, un océano amarillo y quebradizo copado de muertes, y esto último no es una figura, ni una metáfora, ni un símbolo, y acaso sólo se le permita ser llamada imagen.
En el espacio infinito del plano cubierto de pasto, están dispuestos de manera azarosa (aquí supondríamos que el narrador es ateo) un indefinido número de cadáveres en descomposición. Henchidos y jugosos, tres o cuatro semanitas de descomposición insistente, pero hasta ahí. Quiero decir que ya no estaban volviendo a la tierra, ni recomponiéndose tampoco, sino estáticos en ese nauseabundo estadío de la muerte. Quietos, atemporales, pútridos y abyectos, permanecen. No dicen nada. Su lenguaje es el de la emanación del aroma, dan el ser a través de ese simple y existencial acto de oler-a-podrido, y en su hedor hay mil existencias que participan del ente hedor, que no es el ente cadáver pero está enraizado a éste. Teologías como para hacer dulce, mermelada de cadáver, amarilla, biliosa y abyecta, como toda ficción, como toda teología.
Ahora la acción, con ella el tiempo. Un sujeto, por convención el narrador lo llamará D., entra en la escena, digamos que caminando. Trae en sus hombros la mochila del movimiento y de Cronos en él. Es un inquisidor inconsciente, una trituradora, una carga de dinamita, un ordenanza y, por qué no, un exorcista. De sus pasos nace el devenir, nace el tiempo, y la mitopoyesis que provocaban los cadáveres es impotente de perpetrar su alma. Incluso pareciera que carece de respiración, o que padeciera de un santo resfriado redentor, porque no se mosquea ante el vaho pútrido de los nacidos post-mortem a su alrededor.
Sus facciones no representan su condición de verdugo. Flaco, no muy alto, cabizbajo, vestido con un gastado traje que aún deja atisbar un pasado albo, o de ese color que las mujeres llaman marfil y que el ojo masculino es incapaz de diferenciar de sus hermanos tiza, manteca, etc. En su cara sólo hay cansancio, el de un hombre que realiza una tarea, el de un dios de oficina que se limita a cumplimentar destinos, el de un viento que se ve a sí mismo soplando. Camina, y como un rey huno va sembrando acaeceres a sus pasos. Camina y brotan los devenires, se rompe la mágica estática del no tiempo, del no movimiento, de esa imagen que era una negación que era una imagen que era una negación que era una imagen…
Las fotografías-cadáveres abandonan su estado de inercia inmóvil, son devueltos al curso del tiempo, son arrastrados por el río. Se abren como flores y se mueven como peces, se revuelven como mares y son devueltos a la tierra y al aire. La perfección sagrada del equilibrio se quiebra, las moscas, animal epifánico si los hay, aparecen gritando bz, los gusanos blancos comienzan su silenciosa labor, los hongos crecen y se ahogan en su soledad intrínseca, los cuerpos crujen y rechinan, se agolpan por dentro, se secan y segregan jugos fétidos, por toda respuesta al llamado del destino. ¿Muss es sein? ¡Es muss sein! Chanananán y toda la cursilería sinfónica que siempre viene al caso. Los pasos son el llamado. Retumban, hacen eco en las paredes remotas del fin del universo y vuelven. ¿Tiene que ser? ¡Tiene que ser!, que sea pues. El impávido enterrador, se desplaza. El resto no sólo no se calla, sino que grita: es, es, es, soy, somos, estamos. ¡Es, Es, Soy, Somos, Estamos! ¡Viva el fin de la potencia, basta de ser susceptibles-a! Los cadáveres se pudren finalmente y ya son póstumos. Las moscas regresan a la dimensión incomensurable de donde provienen, esa que no es este mundo, los gusanos regresan también a la tierra, los hongos sacan a relucir sus falos a la superficie. El hedor se apaga y acaba por entrar en un respetuoso mutis. D, el inhumano inhumador, el otorgador del órden, el limpiador de demonios y quien da lógica al más bello caos, se pierde, digamos, caminando.

miércoles, 30 de abril de 2008

sábado, 26 de abril de 2008

Antes de que digas "atardece" (1)

He admirado reiteradamente, hasta la obsesión, ciertos momentos en los que pienso ocurre el hombre: el instante eterno previo a un viaje, el silencio negro y filoso de la soledad, la lumbre muerta del cigarrillo en el cuarto oscuro, los intangibles y frecuentes márgenes de la locura, el ahogo profundo e inescrutable del pensamiento como arte (el arte, lo imperecedero, el misterio asombroso de la eternidad, la feliz vaguedad del lenguaje contradictorio).

Desde la sombra, arrodillado, casi oculto, he visto sucederse los infinitos y los números, los gritos fortuitos y rituales, la libertad de lo irracional.
La lluvia me ha protegido de la desmesura del cielo; la incredulidad, del Dios inconmensurable; la idiotez, del anzuelo diáfano de las mujeres; la paranoia, de mí mismo.
He sospechado de las cosas, calladamente, las he visto transitar frente a mí en órdenes, por momentos, absurdos; por momentos, aparentemente predeterminados.
He practicado la antropología hasta la misantropía. Me he aferrado al racionalismo hasta la misoginia.
He renegado del amor y la amistad.
Me he asomado a los abismos del miedo a-sí.
He preferido estar muerto.

Puedo notar la mirada de un suicida,
y aún lamentar más la muerte de un perro que la de un hombre.

No recuerdo hasta qué punto pude haberme permitido la inconsciencia, valga la contradicción.
No detesto mi soberbia ni espero que me detesten por ella: los enfermos no lo están completamente hasta la obsecuencia de la admisión.

Nunca quise poder volar (no comparto las ilusiones más típicamente humanas. No lloro el cielo impúdicamente celeste, el crepitar de los arroyos, el salvajismo ciclópeo de las montañas, la continuidad indefinidamente verde de los valles verdes. No distingo el aroma de las distintas flores, no envidio la libertad de las aves).

Nunca pude practicar absolutamente el silencio,
ni saber pertenecer a la rítmica compleja y quieta de la poesía.
Temo a las palabras sin poder abandonarlas.
Sé que es posible encerrar todos los infiernos en una única página manchada.
Sé que otros hombres han podido conjurarlos.
Pero ignoro hasta qué punto lo necesario es el valor o el cariño por lo infecto.

Me callo por no permitir un acaecer tardío, una imposición rígida en puntos de fuga recónditos u ocultos. Lo demás, lo que no haya quedado dicho, escapa a los principios que una geometría euclidiana no pueda sistematizar.
Me callo un axioma por generosidad.


(1) El título es llanamente una amenaza. Las distintas variables del verbo "atardecer", o las construcciones que pudiesen llegar a suplantarlo, son igualmente aberrantes.

"Guerra", Arthur Rimbaud, Iluminaciones


Siendo niño, ciertos cielos afinaron mi óptica: todos los caracteres matizaron mi fisonomía. Se conmovieron los Fenómenos.-Ahora la eterna inflexión de los momentos y lo infinito de las matemáticas me persiguen por este mundo donde sufro todas las realizaciones civiles, respetado por la extraña niñez y los afectos enormes. -Sueño con una guerra, de derecho o de fuerza, de lógica imprevisible.