viernes, 18 de julio de 2008

Chacales y árabes (Kafka)



Acampábamos en el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.
Me tiré de espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido de un chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. El gruñido de los chacales me rodeó; ojos dorados descoloridos que se encendían y se apagaban; cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en cadencia como bajo un látigo.
Un chacal se me acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:
—Soy el chacal más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía. Ya casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
—Me asombra —dije olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los chacales—, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?
Y como envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los chacales estrecharon el círculo a mi alrededor; todos respiraban con golpes cortos y bufaban.
—Sabemos —empezó el más viejo— que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los árabes falta. De este frío orgullo, sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a los animales, para devorarlos, y desprecian la carroña.
—No hables tan fuerte —le dije—, los árabes están durmiendo cerca de aquí.
—Eres en verdad un extranjero —dijo el chacal—, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué deberíamos tenerles miedo? ¿Acaso no es un desgracia suficiente el vivir repudiados en medio de semejante pueblo?
—Es posible —contesté—, puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco; debe tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la sangre, entonces concluirá quizá solamente con sangre.
—Eres muy listo —dijo el viejo chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes los pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo apretando los dientes podía tolerarse salía de sus fauces abiertas—, eres muy listo; lo que dices se corresponde con nuestra antigua doctrina. Tomaremos entonces la sangre de ellos, y la querella habrá terminado.
—¡Oh! —exclamé más brutalmente de lo que hubiera querido— se defenderán, los abatirán en masa con sus escopetas.
—Has entendido mal —dijo—, según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte se pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua para purificarnos. A la simple vista de sus cuerpos con vida escapamos hacia aires más puros, al desierto, que por esta razón se ha vuelto nuestra patria.
Y todos los chacales en torno, a los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros venidos de más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y se la frotaron con las patas; habríase dicho que querían ocultar una repugnancia tan terrible que yo, de buena gana, con un gran salto hubiese huido del cerco.
—¿Qué piensan hacer entonces? —les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude; dos jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi camisa; debí permanecer sentado.
—Llevan la cola de tus ropas —dijo el viejo chacal aclarando en tono serio—, como prueba de respeto.
—¡Que me suelten! —grité, dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.
—Te soltarán, naturalmente —dijo el viejo—, si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito, porque siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden abrir las mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.
—No diré que el comportamiento de ustedes me ha predispuesto a ello —contesté.
—No nos hagas pagar nuestra torpeza —dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono lastimero de su voz natural—, somos pobres animales, sólo poseemos nuestra dentadura; para todo lo que queramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente con los dientes.
—¿Qué quieres entonces? —pregunté algo aplacado.
—Señor —gritó, y todos los chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía—. Señor, tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres, nuestros antepasados te han descrito como el que lo logrará. Es necesario que obtengamos la paz con los árabes; un aire respirable; el horizonte completo limpio de ellos; nunca más el lamento de los carneros que el árabe degüella; todos los animales deben reventar en paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su sangre y que limpiemos hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos —y ahora todos lloraban y sollozaban—, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno. Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el pescuezo con esta tijera! —Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.
—¡Ah, finalmente apareció la tijera, y ahora basta! —gritó el jefe árabe de nuestra caravana, que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros, tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un apretado redil rodeado de fuegos fatuos.
—Así que tú también, señor, has visto y oído este espectáculo —dijo el árabe riendo tan alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.
—¿Sabes entonces qué quieren los animales? —pregunté.
—Naturalmente, señor —dijo—, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente el que les parece el predestinado. Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.
Cuatro portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria. Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.
En aquel momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás y corrieron un trecho a reculones. Pero la sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.
—Tienes razón, señor —dijo—, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!

jueves, 17 de julio de 2008

King Of Poets


Nótense los detalles.
Un trabajo precioso que yo no me tomé.

Toc.



Al caer, la anciana podría haber rebotado en el asfalto. Alguna propiedad física hace que lo vertiginoso de la caída se apague ni bien toque el suelo.
Una mancha oscurece el pavimento.
¿Por qué se quita la vida una persona de setenta años? El inquisidor es uno de los que, como yo, vieron el espectáculo. No sé, le corresponde una voz femenina a mi derecha. Ahí viene la segunda.
Esta era voluminosa, cacheteó el suelo con su piel rellena de grasa, y quedó con media cara contra el piso, el pelo un poco largo revuelto y cubriendo la mirada con sangre. Uno de los niños notó el marrón de su corpiño descomunal, y tuvo una arcada. La madre posó su mano entre su cabello y se la restregó. Todos volvieron a mirar para arriba.
Un resabio de mujer, de la mitad del tamaño de una, bajaba precipitadamente cortando el aire. Al mismo tiempo sentí el viento en la cara y traté de imaginar la sensación. El sonido seco atrajo mi vista como un reflejo mueve a un pescado.
Parecía mirar una incongruencia: un hilo bordeaux pendía del lagrimal, la retina opaca, desarticulada de su función de mensura, contemplación del eco que todavía retumbaba en los edificios, inercia de la explosión viscosa. A manera de una sandía, retoñaba coágulos por una grieta de pelos de gelatina. Confusión. No pueden detener de sus convulsiones al que se encontraba a centímetros de la decisión –o tal vez una súplica, quién te dice-. Grita vocales, gorgoteando la mucosa del impacto. Hubiera imaginado a la muerte algo más líquida, menos concreta. Grita porque se le presenta así: densa, física, casi clínica.
Con la cuarta se dibujaron las incógnitas en nuestros rostros. La altura de donde provenían estaba oculta en lo opaco del cielo comiendo los contornos de las altas torres. Había, en algunas cejas por ejemplo, temor. Posiblemente al no encontrar parangón cirquero para la lluvia de viejas. Algún anciano podría intentar inventar el recuerdo, pero no pude divisar a ninguno en la maraña de cabezas. Tal vez habían previsto el rito y no acudieron para no sensibilizarse. Finalmente, pertenecen a esa última raza humana carente de características justamente propias a la humanidad, principalmente el sexo. Tal vez eran la siguiente parte del número.
Toc.
Se suele tomar al suicidio negativamente: niega la jovialidad, la trascendencia y hasta la concha de su puta madre (La Psicología se encarga de los presupuestos e influencias familiares). Moralina. La cara, aunque sorprendida, no sugiere desesperación.
Está bien que se reventó el cerebro, que ya no cabría en la cavidad otrora asignada. Los rasgos están desfigurados por el impacto, aunque se improvisa una fatalidad trágica en sus intenciones. “Ya no le quedaba nada por hacer”, proponen.
Es lo que hacen cuando no quieren estorbar: ruido.
Toc.
E incluso la escena iba mereciendo los aplausos. El área de unos tres metros cuadrados donde iban quedando depositados los restos iba adquiriendo tonalidades insospechadas. Hasta las caídas, indefinidas en número, diferentes en intensidad, una muerte particular para cada anciana, un fondo que más de fuegos artificiales era de explosiones orgánicas. Seco el sonido a hueso pulverizado y a riñón estacado por costilla: Toc. Húmeda mi sonrisa, y la inconmensurabilidad de la escena.
Yacían depositados cuerpos como para merecer ser ubicados en categorías como docenas. Un semicírculo de gente rígida los rodeaba a prudencial distancia, evitando los más curiosos los eventuales salpicones de fluidos. Cada tres o cuatro suicidios, algún escéptico se apartaba imaginando una nueva estrategia publicitaria, pretendiendo arcadas o consultando el reloj.
La cuestión terminó cuando me vi arrojado al vacío por mi propia fuerza, convencido de los efectos homeopáticos del aire de un décimo piso.
Llega un punto en que no se nota la diferencia entre el sabor de la vereda y el del viento.
Toc.
Cadáver exquisito compuesto en conjunto con Sergio Alejandro Iturbe, a.k.a. Demon/Cleaner.

viernes, 11 de julio de 2008

El gato que sobrevuela el jardín tenebroso.


La Mujer.
La tercera vez que me tocó verlo las contingencias del azar pusieron en relieve alguna sospecha que había cobijado anteriormente. El gato bien podía ser siempre un sueño, hablando más claramente, una ensoñación constante, manifestación hermética y/o esotérica de una idea fija, o bien puro capricho del dios de los sueños, una consecución casual y fortuita de la misma irrealidad, lo que me perseguía.
Dije la tercera porque en ese momento se me figuró que era la tercera vez que lo veía pasar frente a mí, cubierto de las improlijidades de la civilización, lejos del alcance del calefactor y la luz tenue que me arropaban serena y casi equívocamente. Al verlo nuevamente, me supuse dormido por tercera vez en la semana. Es decir, vi al gato como la cifra de mi dormir, como la señal o el aviso de mi abandono de la vigilia. No puedo decir si a ciencia cierta estaba dormido –nadie, nunca- pero, hasta donde yo sé, los gatos no vuelan, los patios no se tornan escabrosos (levemente, una impresión intuitiva, puesto que la disposición, la cantidad y calidad de los elementos que componen mi patio eran los mismos que en esos desgatados momentos que llamo vigilia). Sin embargo el gato aparecía, inevitablemente eso es así, de una u otra forma, y junto con él la impresión gravísima de que mi patio era honestamente escabroso.
El cuadro es certero estéticamente. Es porque no ha dejado de ser, porque sospecho que nuevamente el gato sobrevolará liviano y calmo –nunca noté malicia por su parte, incluso su mirada felina esquivaba matices tétricos para pasar directamente a ser un monólogo que, sin verse privado de cierta perpelijidad que atribuyo a su inopinada capacidad de vuelo, abundaba de todas maneras en una bondad candorosa, esa que estilan otros animales tales como los perros, los elefantes y posiblemente los bovinos todos- las calladas plantas que a mi vista ocultaban la muerte, los setos cortos que no podían disimular su terror, la deformidad de las flores, el mal acechante en cada recoveco oscuro del frondoso siempreverde. El gato planeará tranquilo, aleteará algunas pocas veces, sin remontar demasiada altura, deslizándose suave en el aire y con la gracia de las aves se detendrá unos segundos en mi ventana, con su hocico húmedo y frío –compadezco enteramente al pobre animal cuya existencia, o al menos presencia en mi patio, es indisoluble del clima frío, profundamente frío-, y se alejará rápidamente, sin rumbo o con uno que la oscuridad nunca me permitirá contemplar.
De estos hechos que señalo, por si inverosimilitud, infiero que la presencia del gato es en el mejor de los casos un sueño que se repite cada vez que me abandona el insomnio, en el peor una alucinación de la locura que el insomnio puede causarme, atendiendo a las advertencias que la medicina hace sobre la falta de sueño.

El Gato.
Hoy, al volver del trabajo la encontré nuevamente dormida. El doctor nos avisó –en aquél momento ella estaba despierta- que no había causas fisiológicas para el agotamiento que ella argüía, y que su tendencia constante al sueño le resultaba preocupante y curiosa. No pude ocultar el desprecio que me causó lo poco que demostró preocupación y lo mucho que demostró curiosidad científica ante este extraño mal que aqueja a Claudia. En la última semana, apenas si ha estado despierta cuatro o cinco veces, para comer y asearse, lapsos de no más de cuatro horas, sorpresivos hasta para ella.
No recuerdo con precisión el día en que demoró en levantarse. Esto es extraño, ya que antes de que enfermara la puntualidad de la intuición de sus deberes que algunos llaman reloj biológico, era perfecta. Despertaba cinco minutos antes que cualquier alarma se atreviese a molestarla. A su lado yo, que me admito escrupuloso y ordenado, pasaba por vago y desaplicado, máxime en lo que respecta a la huída del lecho.
Estoy convencido de que está gravemente enferma. De hecho, estoy verdaderamente asustado con respecto a su enfermedad; no la reconozco, no puedo reconocer en ese cuerpo vegetante a mi mujer, la lúcida y activa Claudia, la tía que saltimbaqueaba con Luis y Guadalupe, la asesora jurídica que evitó que yo pagase las piernas rotas de un motociclista borracho y una semana después la habitación del hotel lustroso al que me condujo. Tal vez ahora evoco esos momentos para desalinear el cuerpo inerte que descansa a mi lado todas las noches, y que sigue descansando aún cuando yo ya no estoy, y continúa descansando a mi regreso para no despertar tampoco mañana, con suerte, como quien cabecea de cansancio, abre los ojos y me mira, y sonríe, y vuelve a cerrarlos. He pasado noches enteras en vela y este último descubrimiento ya no alcanza, como en un primer momento, para alegrarme. Supongo que lo hace para descansar de tanto dormir.
Las contadas veces en que se despierta y se mueve, más allá de la lentitud de sonámbulo con la que lo hace, apenas si susurra algunas palabras, como quien repite algo novedoso con el fin de recordarlo. Hace todo mecánicamente, sin pensarlo, lenta pero segura se prepara su té, sin importar a qué hora se despierte, aunque hasta ahora lo ha hecho por la tarde, en horarios no fijos, toma su té, se ducha, se vuelve a poner el camisón, sale al jardín, camina por el como si lo disfrutara, y al cabo de un breve lapso de caminata, vuelve a acostarse.
No responde cuando se le habla, ni siquiera cuando ayer, desesperado al verla pasear por el patio como una autómata, la sostuve y grité fuertemente. Se mantuvo apacible, sin oponerse a mi fuerza sobre sus hombros, sin escuchar una palabra de mis alaridos, si ver una de mis lágrimas.

La Mujer.
El insomnio se mantiene firme, pero mi salud, o al menos mi percepción de mi salud, desoye cuantas calamidades le han vaticinado. Esto me alegra, porque todo lo particular que me queda, todo lo anormal que debería ocurrir en un mes privado prácticamente de ciclos saludables de sueño, se reduce a la permanencia exclusiva del gato volador y el jardín tenebroso en mis ocasionales accesos de sopor. Ha quedado evidenciado para mí que la llegada del gato y el algo en mi jardín obedecen a imaginaciones oníricas. No ha habido cambios sustanciales, pero consigo saber –si hay conciencia en los sueños y luego posibilidad de aprensión de datos a-empíricos y luego conocimiento- que el recorrido del gato volante no es necesariamente el mismo en todas sus apariciones, ni el grado de pavor que la visión de mi jardín me provoca es idéntico tampoco. Pero hay una unidad, de todas maneras. El gato es siempre el mismo gato, y el jardín sigue siendo exactamente mi jardín, tal cual lo reconozco ahora que me admito despierto. Y de esto me queda; en primer lugar, ya un cariño por el animal, primero por el frío al que está condenado a padecer y después por la gracilidad bella de su vuelo; en segundo lugar una expectación no del sueño como actividad de descanso –he olvidado el sentido de esa palabra, ahora hay sólo algo como fiebre levísima y desgano para las tareas pesadas que afortunadamente nunca me veo obligado a practicar producto de mi invalidez y el dinero del Seguro de Desempleo-, sino de volver a encontrarlo, verlo planear precioso y preciosamente, sentirlo vivo y ajeno a mí a pesar de la certeza de que no hay más gato que el que mi imaginación produce al encontrar, como encuentra rara vez, el sueño.

El Sueño.
Límpido-liviano-claro-cómodamente frío-húmedo-feliz-confortable-apacible-veloz-rasposo en la nariz-ahora oscuro-más frío-suave en la nariz el vidrio-silencioso-quieto-calmo-claro nuevamente-rasposo en la nariz-el aire-el viento-verde-oscuro-verde-oscuro-sonoro-pesado-cosquilloso-más frío-rapido-rapidísimo-violento pero seguro-verde-firme-simple contacto en los pies-brillante arriba-giro-elevado-más elevado-oscuro-oscuro-oscuro-resonante-oscuro.

La Mujer.
Leyendo, dejando pasar el tiempo y siguiendo penosamente la línea que las palabras marcan con ritmo confuso, comprendo que el gato no es mío y lo amo aún más. Cifra de la libertad –porque no es un sucedáneo de mis cotidianeidades proyectado en un sueño, sino que independientemente de mí el gato está y es libre y me fascina- me configura como un discapacitado enfermo, persona de escasos accesos al mundo-sueño en el que es feliz. El gato vuela el jardín en tinieblas todo el tiempo; yo lo visito sólo cuando los caprichos de mi psique me permiten.
Si comentara estas conclusiones al doctor, adelantaría el proceso de decretar mi locura a causa del insomnio constante.
Llevo tres meses desde que vi al gato. Duermo dos o tres horas, cada dos o tres días.

El Gato.
Terminé por aceptar las sugerencias del médico e interné a Claudia. Todos los días, al salir del trabajo, paso a visitarla, cada vez con menos convencimiento de que ello tenga algún valor. No sabe ni siquiera que está en un hospital. Continúa la rutina que llevó por tres meses en nuestra casa, pero ahora hay profesionales que miden sus comportamientos, buscando establecer algún patrón sin mayores logros. Los lapsos no son exactos, esto es lo que más exaspera a los médicos, pero aproximadamente cada dos o tres días, por dos o tres horas, se levanta de la cama, arrastra su suero colgando de un caño metálico y sale al patio del hospital. El único cambio es que al no necesitar alimentarse y al ser aseada con algodones húmedos por las enfermeras mientras duerme, todos sus actos de mientras está de pie se reducen a caminar descalza por el patio del hospital.
Admito que mi desesperación tocó su límite un tiempo antes de que decidiera internarla. Admito que estoy viendo a otras mujeres y admito también que su locura, su enfermedad extrañísima la han vuelto algo inhumano a mi vista. Ahora es una mascota excéntrica que despista a los veterinarios con sus peculiares juegos. La incomprensión de lo sucedido me impide sentirme culpable. La visito solamente porque he aprendido a quererla de esta manera, como supongo se querrá a un hermano oligofrénico.