sábado, 31 de mayo de 2008

Autodefinido





Hasta terminó apagando el cigarrillo, de tan aburrida. Esperar no es lo malo, el problema es querer dejar pasar el tiempo que no puede medirse, el problema es que no hay un hasta aquí para dar sentido los instantes anteriores. Para colmo de males, estar sola, sin audiencia para aplaudir sus arrebatos de desesperación abúlica o para fantasear con gozarla después de una sonrisa insinuante sobre la ropa de cama pegada a sus muslos, dibujando sus piernas redondeadas de un gris sedoso hasta el comienzo temprano de la carne. Aún así, junta las piernas, metiendo una en la cavidad que forma la otra, los pies también juntos, y la coyuntura negra de las piernas que a nadie decía “tomame, apretame, decime que soy tu puta”.

Asqueados de calor, transpiración pesada y un asco reptante, una repulsa animal, se dejan respirar largamente. Ella mueve una mano sobre la rodilla calva en el contorno hirsuto. Una isla dérmica bajo el nivel de un mar ralo y desparejo, oscuro. Retira la mano, rozando con cuidado la punta de los bellos a sus primeros pasos, y enciende un cigarrillo. Cof, cof, ¿apagá esa mierda, querés? En las cavidades de su moral no había refugio para el placer gratuito, la única forma del placer. En tu rutina de mierdas precisas no hay te queda tiempo ni para la maldad ¿no? No.
Pobrecito, era un animal. ¿Qué sabía él del arte, de la refinación, de la concatenación minúscula de movimientos que se precisan para pasar por la existencia dejando al menos un muerto y dos heridos, algún resentimiento y sin mucha suerte una añoranza?
¿Y tu mujer te dice que sos un animalito después de coger, te lo dice? Aparenta sabiduría, se calla para que sepa que fue suficiente. Ja, no me vengas con pavadas, que no estoy poniendo en duda las virtudes de tu verga. Lo que digo es que no creo que seas idóneo para otra cosa cualquiera, la que sea. Que sos un animalito del campo, correteando inocente por el prado. Un cuis bien dotado y con experiencia.

Y se pretende profundidad, la muy puta cabalga en el cromagnón ese del auto largo y azul y se piensa artista. La muy puta.
El arte viene por otro lado. El arte es llorar sangre y no saber mostrarlo, pero sentir cierto orgullo cuando se alcanza a decir que un ojo está vidrioso. Buscar a tientas un busto de Pericles en un museo sin luz. Y cientos, no, miles de bustos de un pelotudo de barba y casco, y la periclidad andá a buscarla con los dedos.
Mujer, bestia de dios.
Y pensar que sus ganas de cogerme no serán más que puro instinto maternal, fuerza bruta de la naturaleza que las empuja a querer criarnos. Pobrecita. Los imbéciles históricos han sido los artistas, siempre intentado darles la sutileza que no tienen. Las únicas mujeres dignas de ese verbo sin complemento directo, amar, no son más que literatura; despecho o frustación de un hombre que infelizmente se traduce en esos híbridos de sensualidad femenina y sensibilidad masculina. De la Maga para atrás y para adelante, son solamente el papel higiénico de esos pajeros.

Liturgia verspertina



Caminó varios pasos a la deriva. La tarde se iba anulando levemente, dejándose caer en la noche. Corría una brisa fresca. A unos metros de roble, escuchó movimiento de manos, el quejido de un labor haciéndose; después como a lo lejos, un relincho. Un espacio entre las matas ofrecía cuatro campesinos entre tablas de madera ancha tiradas en el suelo y un caballo amarrado. Una soga y un nudo en cada rodilla del animal.
Algo en lo mugriento de los sombreros producía desconfianza. Las camisas abiertas, los pechos redondos, peludos, marrones, impúdicos.
El animal miraba…
Acaso en respuesta a una señal siguieron con sus quehaceres. Tomó cada uno una soga y comenzaron a forcejear. Los cuartos del caballo se separaron entre sí en un movimiento brusco y seco, el animal luchaba entre relinchos. Lo acostaron, gritando, escupiendo, golpeando la bestia con varas en el costado. En los sacudones de las piernas se veía de vez en cuando una resignación, un cansancio previo.
Las maderas no estaban tiradas ni dispuestas de manera casual. Estaban cruzadas, una mayor atravesada por una más corta perpendicularmente, a mitad de camino entre el centro de la más larga y uno de sus extremos. Las sogas ubicaron los cuartos delanteros en sendos segmentos de madera. Los hombres se movían acaloradamente, excitados. La tensión dislocó al animal para que pudiera extender las piernas. Resonó un quejido agudo en los árboles que estaban detrás.
El ritual abarcaba la crucifixión completa. Después de atar los dos cuartos traseros a una única madera, pasaron una última soga por el cuello de caballo, hasta apoyarse en la tabla.
Posiblemente los clavos eran innecesarios. No llegarían a afirmar la carne a la madera; la sangre, sin embargo, parecía imprescindible para el cuadro.
Los relinchos, un segundo después de cada martillazo, producían un leve eco.
Los campesinos se detuvieron un segundo y guardaron silencio. Uno de ellos miró hacia un costado. Levantaron la cruz con sogas y la colocaron en un hueco. El más alto, abrió el vientre hinchado y expuesto, surcado por líneas de sangre que bajaban desde las piernas. Las tripas alcanzaron el piso al caer. A su alrededor se expandía una mancha oscura, húmeda. Los hombres se apartaron y tomaron tridentes. Hicieron un montón de paja y lo apisonaron para disminuir la humareda.
La luz del fuego iluminó a los hombres y los últimos gritos del animal. Después quedaban sólo el resplandor en los rostros, el crepitar de la madera y el olor a carne asada.

sábado, 24 de mayo de 2008

Notas sueltas a propósito de la diferencia esencial entre un exorcista y una ama de casa posesa.










































La cuestión es la siguiente. De lo demostrado por la similitud entre los personajes ficticios Alexander Anderson (Hellsing) y Demon Cleaner (Kyuss) a partir del caracteristico rasgo de sus lentes luminosos en la oscuridad, quedan abiertas algunas -posibles- interrogaciones.
1) Si una barra ("/") alcanza para quitarle al limpiador de demonios su cracter sacerdotal, bien que estemos hablando de un sacerdote particularmente brutal y esquizofrénico.
2) Si la relación es meramente azarosa y no hay Dios que fundamente el afán asesino de Anderson, si los sureños Kyuss habíanse inspirado en la producción japonesa o, aún más curioso, los nipones en la banda stoner.
3) Si la purga del alma endemoniada, el exorcismo, es el oficio del "Demon Cleaner", ¿las quehaceres domésticas lo sería del "Demon/Cleaner"?

El espacio queda abierto para una investigación más prudente y más profunda...












sábado, 3 de mayo de 2008

Posthumus. El Enterrador

Retomo una imagen de pasados casi oníricos, de tiempos confusos y de entreveraciones perceptivas de la más asistemática confusión monádica. Hablo de una absorción metafísica del mundo, de pajitas o sorbetes de plástico viejo en una naranja mohosa, hablo de una cama y un cuerpo sobre esa cama y una mano en ese cuerpo, una mano escribiendo.
El pasaje es impropio de ser denominado original. No puede uno estar cayendo constantemente en esta clase de generosidades nominalistas. Algo a mi costado me dijo que era shakesperiano, pero tampoco puedo estar seguro de ello.
La bic roja decía algo acerca de un campo vastísimo, de pasto casi seco, pero no del todo desolador, salvo por la magnitud espacial de éste. Una suerte de pampa sin ombúes, sin verticalidades que mitigaran la eterna y triste horizontalidad, la íntima condena de figurarse en un único plano. Un campo agónico sin gemir, sin quejarse, un océano amarillo y quebradizo copado de muertes, y esto último no es una figura, ni una metáfora, ni un símbolo, y acaso sólo se le permita ser llamada imagen.
En el espacio infinito del plano cubierto de pasto, están dispuestos de manera azarosa (aquí supondríamos que el narrador es ateo) un indefinido número de cadáveres en descomposición. Henchidos y jugosos, tres o cuatro semanitas de descomposición insistente, pero hasta ahí. Quiero decir que ya no estaban volviendo a la tierra, ni recomponiéndose tampoco, sino estáticos en ese nauseabundo estadío de la muerte. Quietos, atemporales, pútridos y abyectos, permanecen. No dicen nada. Su lenguaje es el de la emanación del aroma, dan el ser a través de ese simple y existencial acto de oler-a-podrido, y en su hedor hay mil existencias que participan del ente hedor, que no es el ente cadáver pero está enraizado a éste. Teologías como para hacer dulce, mermelada de cadáver, amarilla, biliosa y abyecta, como toda ficción, como toda teología.
Ahora la acción, con ella el tiempo. Un sujeto, por convención el narrador lo llamará D., entra en la escena, digamos que caminando. Trae en sus hombros la mochila del movimiento y de Cronos en él. Es un inquisidor inconsciente, una trituradora, una carga de dinamita, un ordenanza y, por qué no, un exorcista. De sus pasos nace el devenir, nace el tiempo, y la mitopoyesis que provocaban los cadáveres es impotente de perpetrar su alma. Incluso pareciera que carece de respiración, o que padeciera de un santo resfriado redentor, porque no se mosquea ante el vaho pútrido de los nacidos post-mortem a su alrededor.
Sus facciones no representan su condición de verdugo. Flaco, no muy alto, cabizbajo, vestido con un gastado traje que aún deja atisbar un pasado albo, o de ese color que las mujeres llaman marfil y que el ojo masculino es incapaz de diferenciar de sus hermanos tiza, manteca, etc. En su cara sólo hay cansancio, el de un hombre que realiza una tarea, el de un dios de oficina que se limita a cumplimentar destinos, el de un viento que se ve a sí mismo soplando. Camina, y como un rey huno va sembrando acaeceres a sus pasos. Camina y brotan los devenires, se rompe la mágica estática del no tiempo, del no movimiento, de esa imagen que era una negación que era una imagen que era una negación que era una imagen…
Las fotografías-cadáveres abandonan su estado de inercia inmóvil, son devueltos al curso del tiempo, son arrastrados por el río. Se abren como flores y se mueven como peces, se revuelven como mares y son devueltos a la tierra y al aire. La perfección sagrada del equilibrio se quiebra, las moscas, animal epifánico si los hay, aparecen gritando bz, los gusanos blancos comienzan su silenciosa labor, los hongos crecen y se ahogan en su soledad intrínseca, los cuerpos crujen y rechinan, se agolpan por dentro, se secan y segregan jugos fétidos, por toda respuesta al llamado del destino. ¿Muss es sein? ¡Es muss sein! Chanananán y toda la cursilería sinfónica que siempre viene al caso. Los pasos son el llamado. Retumban, hacen eco en las paredes remotas del fin del universo y vuelven. ¿Tiene que ser? ¡Tiene que ser!, que sea pues. El impávido enterrador, se desplaza. El resto no sólo no se calla, sino que grita: es, es, es, soy, somos, estamos. ¡Es, Es, Soy, Somos, Estamos! ¡Viva el fin de la potencia, basta de ser susceptibles-a! Los cadáveres se pudren finalmente y ya son póstumos. Las moscas regresan a la dimensión incomensurable de donde provienen, esa que no es este mundo, los gusanos regresan también a la tierra, los hongos sacan a relucir sus falos a la superficie. El hedor se apaga y acaba por entrar en un respetuoso mutis. D, el inhumano inhumador, el otorgador del órden, el limpiador de demonios y quien da lógica al más bello caos, se pierde, digamos, caminando.