sábado, 20 de junio de 2009

La estructura del Tiempo


Son pocos los que descubren lo irónico en la estructura de la realidad. Tal descubrimiento no siempre es un don, sino por lo general un sino. Escribo estas líneas en el español del siglo veintiuno, pero no acabo de responderme por su etología. Tal vez sea no olvidar mi lengua materna, tal vez la placentera conciencia del peligro que supone el que las hallen, imposibles e indescifrables.
Sé que presentarme no supone un riesgo. Conozco con exactitud –y no hay otro hombre en la tierra que pueda afirmar lo que sigue- el momento exacto y el modo de mi muerte. Al principio, esta conciencia indestructible me hizo suponer que acabaría salvado por la locura, y que en última instancia la olvidaría o la confundiría en mis posibles fantasías irreales. Lejos de eso, estoy tal vez más lúcido que nunca. Con modestia, puedo añadir, pero con ardor y minuciosidad obsesivas, estoy componiendo el pasaje de mi salvación: no esta, sino otra obra, y no en este, sino en otro idioma, muerto en algún momento y resucitado hoy.
Estas líneas apresuradas se explicarán luego. No puedo evitar considerar el carácter curioso y a su modo, bello, de mi relato, es decir, de mi historia.
Mi nombre es José Peramás y Adolfo Argentino Cáseres. Soy indistintamente un fraile jesuita del siglo dieciocho y un profesor de letras clásicas, especializado en el latín jesuítico de segunda mitad del mil setecientos. En esta última de mis paralelas vidas, fui un estudiante impecable y una persona tediosa. El latín, he descubierto finalmente, ofrece su belleza a quienes ya no pueden hallarla en prácticamente ninguna otra cosa. Lo más humano en la tarea del latinista sea, posiblemente, la labor forense de las etimologías.
En los márgenes que dan inicio al siglo veintiuno, yo era, como dije, profesor de letras clásicas en una ya antigua universidad nacional de Córdoba y tendría unos cuarenta años. Un gran amigo mío (¿un pseudópodo del destino para sus oscuros fines?), el profesor Andrés Espíndola, me facilitó un texto que le estaba produciendo dificultades, un texto similar a aquellos en los que me especializaba. En su carácter de mera similitud radicaba el problema; en probar su autenticidad, la labor que se me ofrecía. Nuevamente siento que debo hacer un alto para explicar qué felicidad provoca la posibilidad de la novedad para el latinista. Asumo que es pareja a la de un astrónomo al sentir que lo que está viendo, tal vez, nunca haya sido visto antes en un cielo agotado por siglos de contemplación.
El texto, tuve que admitir al principio y hasta con cierto estupor, estaba compuesto con una perfección estilística intachable. Emulaba con tal verosimilitud el tono y el estilo de un jesuita de mil setecientos cincuenta que uno, por momentos, llegaba a una precomprensión oscura de que no era más que una emulación. Cierta familiaridad en las influencias y el modo de despreciar sutilmente a sus superiores, familiaridad que no podía probar, confirmaban mis sospechas. El texto incluía, en expresiones sutilísimas que se pierden en la traducción, la pedantería achacada históricamente al carácter de un famoso hombre de letras de esa época, Iosefi Emmanuelis Peramas. No me extenderé en reproducir la trivial biografía de un misionero jesuítico en eso que se llamó Paraguay en algún momento. Con pudor, me gustaría remitirme a sus dos mejores obras, las Laudationes Quinque y la tan basta como interesante De Vita et Moribus. Reconozco que las usanzas de la época extendían los títulos de las obras hasta el absurdo, pero el lector cuidadoso podrá ubicarlas sin dificultad.

En lo que sigue, hay dos elementos que creo inverosímiles y que lamento no poder hacer accesibles al lector incrédulo. El primero, es el tiempo que me llevó rendirme ante la autenticidad indemostrable de texto en cuestión. Las semanas se hicieron meses, los diccionarios se multiplicaron en la mesa de mi estudio. Derivé, no sin pesar, copias del original a colegas europeos, japoneses y estadounidenses. En las respuestas de muchos encontré un estupor idéntico al mío, en otros tantos, una sutil y orgullosa indiferencia, sólo en una, honestidad profesional. El doctor Murakami, en su particular inglés, me aconsejó abandonar el trabajo. Como había ocurrido en otras oportunidades, podía ser la mala broma de un latinista para con los demás, componiendo un texto fastidioso e indestructible. Recibir el sabio consejo de Murakami hubiera implicado aceptar su mayor sabiduría, no sólo en cuestiones latinísticas, sino en general. Me consuelo pensando que no lo escuché evitando el lugar común de repetir alabanzas a la prudencia oriental.
El segundo punto inverosímil, tal vez pueda ser matizado con una descripción realista. Una noche, mientras me consumía nuevamente frente al Peramás que yo asumía falso, percibí un movimiento en la iluminación de mi estudio. No la disminución de la intensidad provocado par una baja de tensión, sino una verdadera modificación de los espacios iluminados. Los pocos que recuerden, o logren imaginar la agobiante magia de leer a la luz siempre variada de las velas, entenderán a lo que refiero. El incidente duró algunos segundos, tal vez sólo uno. No pude prestarle la debida atención hasta que se repitió algunas veces más. Finalmente, la luz estática de la lamparita se volvió definitivamente el fulgor dinámico de la flama. Creo que me incorporé de súbito, posiblemente aterrado, para encontrarme, en derredor, no con mi habitual sala de trabajo, sino en una construcción colonial, de aberturas en arco y gruesas paredes de piedra revestida con adobe. Queda a elección del lector aceptar o no este hecho sobrenatural. Para continuar, sin embargo, es preciso que asuma ese pacto improbable.

Puedo recordar con mayor claridad lo que sucedió después de aquel evento ocurrido hace años. Recorrí los pasillos de la construcción, me figuré siluetas lejanas y oscuras en largas túnicas de un textil barato. El patio daba, aún lo hace, a un bosque húmedo e insoportablemente caluroso, donde los autóctonos colaboraban en la tala y la erección de edificios que destruirán la historia y la envidia de la corona española.
La mañana siguiente a mi inexplicable viaje, ocurrió otro evento, igualmente prohibido. Pude fingir sin mayores problemas el español latinizado de mis vecinos, e intuír el guaraní de los salvajes. Tuve que hacerme pasar por alguien, y elegí a Peramás, sin pensar demasiado en las consecuencias de tal elección. Luego, con terror, imaginé la posibilidad de que el auténtico Peramás, que por entonces tendría aproximada mente unos sesenta años, habitara esos claustros, que a quienes me introducía lo conocieran y comprendieran mi fraude y mi impostura. Afortunadamente, podría decirse, di con él esa misma noche. Lo seguí con sigilo, armado de una pala, e irrumpí en su cuarto cuando todos dormían. Sin fortuna, no pude descifrar el sentido de su sonrisa al verme con una mirada familiar, expectante. Asumí que antes los hombres temían menos a la muerte rendí homenaje a esa asunción. Me di muerte.
Enterré el cadáver, seguramente trastornado por el miedo y el sudor que provoca. Ocupé nuevamente mi catre, a la espera de que algún error, acaso la diferencia de edad entre el verdadero Peramás y el impostor, me delatara. Nada de eso ocurrió.
Ahora, a casi veinte años del homicidio que cometo constantemente, ajusto algunos retoques de un texto imprecisamente apócrifo que he compuesto. La estructura circular e ineluctable del tiempo me traerá a mí mismo, veinte años más joven, cualquier día como este, empuñando la misma pala.

sábado, 21 de febrero de 2009

Ritch el mujeriego irredempto.




La semana pasada, hace sólo cuatro días, yo volvía de uno de los casinos instalados ilegalmente en esas chatas casa de familia de Midtown. La noche, guardando algún paralelismo con la cantidad de dinero en mi billetera, estaba casi acabada. Volvía a mi casa vencido, cansado y caminando sobre mis cuartos traseros como las bestias. El Chevy había expirado dos semanas atrás, y aún seguía sin poder reunir el dinero para mandarlo a arreglar. Me sentía débil y derrotado mientras caminaba por la ciudad absurda y fríamente negra. Me sobresalté con bronca al sentir la mano pesada apoyarse en mi hombro; me di la vuelta anticipando el ataque de algún asaltante, pero del otro lado de mi espalda no estaba esperándome nada más espantoso que la horrible cara gigantesca y plegada de Ritchie. Me miró, callado, un instante.
-Ritch, amigo, casi me revientas del susto-
No respondió inmediatamente. Mantuvo su silencio solemne la cantidad precisa de segundos necesaria para concederle a la escena la seriedad adecuada para lo que quería decirme.
-Estoy con el coche, Wright. ¿Quieres que te lleve?
Yo ya sabía qué patatas acompañaban al combo del acercón en auto. Otra vez escuchar alguna historia de histeria, de gritos, de zapatos volando y ropa lanzada por la ventana. Las mujeres de Ritchie, que siempre estaban asesinando su sensible alma poética con intereses pedestres, gastos imposibles de afrontar, celos, mensajes de rouge en el espejo del baño amenazándolo de muerte por su infidelidad, etc. Bueno, todos hemos tenido que sonreírnos al sentirnos parte de algún guión imposible, pero Ritchie vivía alimentándose de esa condenada película los últimos veinte años de su vida.

Desde los veinte años, Richard había anoticiado al mundo de su decisión invencible de ser poeta. Los escritores tienen eso de pensar que a los demás les importa al menos un comino su existencia. Donde lo vieras, Ritch te recordaba su condición de espíritu sensible y si no lograbas huir lo suficientemente rápido, hasta tenías que soportar alguna oda recitada in situ. Demonios, nunca fue del todo malo, pero sus poemas te daban la sensación de estar compuestos más bien para terminar de conformar una obra mayor, el personaje que él mismo era. En todo caso a mí siempre me generaron cierta sospecha, acaso porque su gran cara de simio no condecía con sus versos sublimes y entristecidos, acaso porque, como hombre, nunca pude dejarme encantar por la actitud que minuciosamente había venido construyendo desde joven.
De una u otra forma, su efecto en las mujeres era fácilmente observable. Richard era un tipo grande, pesado, viril, con las manos enormes y un rostro que sólo una madre podría querer. Esto, sumado a su actitud poética de renegado paria vestido de negro, resultaba bastante eficaz. La fama de mujeriego de Ritch acaso sobrepasaba la de poeta. Sin embargo, en esto también había algo que me chocaba profundamente. Siempre estaba publicándolo frente a todo el mundo. Todo el maldito vecindario estaba al tanto de sus peleas y sus reconciliaciones con cada una de sus chicas, y no porque los desmadres se pudiesen oír desde muy lejos, sino porque, bien cerca de tu oído, Ritchie siempre estaba haciendo alharaca de sus amoríos. Para ser sintéticos, el tipo venía a ser una fiel representación de cierto esquema, el del poeta maldito americano, una repoducción demasiado fiel para no ser deliberada, y demasiado deliberada como para ser del todo cierta. Tal vez sea la antropología, no lo sé, lo que me hace desconfiar de esas exactitudes, de esos tipos y aún de esos casos tan fácilmente generalizables. Tal vez por eso me cueste creerles.

Durante el viaje, sin interrupciones, Richard me anotició de los últimos eventos de su vida amorosa, jugosa por demás: Catherine, una chica suya de veintipocos años había colapsado en celos a causa de su propia juventud. Ritch decía que disfrutaba cogiéndosela, pero que su juventud era por otro lado insoportable. Los reproches caían todos juntos en aluvión, una buena tarde junto a la ventana, y ningún objeto estaba exento de salir volando a través de ella, así como el propio Ritchie sentía miedo de que lo arrojaran a él mismo, pese a sus noventa y tantos kilos repartidos en casi dos metros de altura. Yo la había visto alguna vez, a ella o alguna amiga suya, ronroneando, frotándose contra el traje gastado de Richard que ensayaba una pose preocupada frente a la mesa de Black Jack en la casa de Zack o algún otro casino de la zona. Invariablemente jóvenes, invariablemente sensuales, le caían tan bien al aspecto del escritor como no lo harían nunca sus rasgos enormes, brutales. Siempre había un grupo de muchachos que lo saludaban al entrar en alguna fiesta, que le tomaban el abrigo o simplemente le sonreían con condescendencia idiota, cegada. Los muchachos no podían dejar de ver en él un ejemplar del selecto grupo (imaginario, por cierto) de tipos que hacen lo que ellos no pudieron-quizá-por-no-atreverse. Alguna cruza entre el chico de la motocicleta y Edgar Poe, no lo sé. Sin tanto cuento sobre sus mujeres, en todo caso, no hubiera podido venir a ser eso que representaba. Y ahora él despotricaba contra ellas detrás del volante de su automóvil destartalado, un Chevrolet del sesenta y pico, sobre mi no tan grande ni tan lamida oreja de escritor aficionado. Qué más decir al respecto.
En el auto, Ritch me decía cosas del estilo:
-Sólo quiero tener sexo con ellas, Wright. Pienso que no debiera ser tan complicado, limitarse a acostarse con alguien, a disfrutar de su cuerpo, sin pretender ejercer ningún tipo de dominio sobre su alma. Soy, tú sabes, un hombre libre, un artista. Soy una especie de puente ¿tu sabes?, un puente o médium entre ese mundo desdibujado, metafísico, y este otro, estéril, lineal. Porque, ¿qué es el arte sino la posibilidad de comunicar mundos, de jugar a las otras cosas, de estar más allá o menos acá? Tu lo comprendes, Wright, pero no todos. No. Los vasallos ciegos de la sociedad muerta, los insensibles operadores de la máquina que nos asesina como asesinó a Joseph Key, ellos no entienden por qué no puedo casarme y tener hijos como todos los demás. Y te lo reprocharán, Wright, te lo recordarán hasta que el suicidio que los aparte de ti sea lo único en lo que puedas pensar. Yo me mantendría apartado, pero siempre vienen o vuelven, siempre te buscan cuando tú solo quieres paz y tiempo para escribir-.
Pobre Richard. Yo estaba demasiado resignado a mi mortalidad, a mi pérdida del Olimpo como para sensibilizarme con sus sentencias sobre el arte. No niego que muchos de los mejores artistas han sucumbido a la tentación de sentirse diferentes, poco o demasiado humanos para la humanidad, pero en lo que respectaba a mi persona, afortunadamente, nunca fui un artista.
O también:
-No pueden obligarme a confiar en el amor, amigo. Tu sabes, te lanzan al mundo de sus palabras y debes jugar a sus juegos pero tú no eres como ellos y lo sabes y tendrás que luchar contra todos para no caer. Debería poder lograr estar absolutamente en soledad, Wright, mandarlas a todas a la concha de su madre y comprarme una cabaña junto al mar, o una casa en las montañas, y escribir tranquilo, junto a la estufa en pantuflas y en bata verde. Van a acabar matándome un día. Una puñalada por la espalda y adiós, el mundo vendrá a perder un alma sublime sin saberlo-.
Me hubiera gustado poder despreciar totalmente a Ritch. Tal vez hubieran debido romperle la nariz a tiempo cuando fue joven. Ya era tarde, de todos modos, ya estaba dentro de su actitud demasiado escandalosa como quien se calza un zapato algo ajustado o un anillo y luego no lo puedes quitar. Ritch decía que su zapato le iba mortalmente peuqueño. Yo pienso que, al contrario, le quedaba más que holgado. Ese era el chiste. Si él no protestara, una buena parte del personaje se hubiera venido abajo. Pero tampoco me alcanzaba para detestarlo. Después de todo ¿quién no acaba descubriendo que ha ensayado un papel una buena parte de su vida? ¿no jugaba yo al escéptico protestón? ¿no huía sistemáticamente de todo lo que se pretendía sublime, sutil, profundo? ¿no había sentido alguna vez que mis lentes de sol redondos pegaban muy bien con mi actitud ironista?

Nos apeamos en su casa. El auto tableteaba con un sonido muy feo en primera. Dirigí mis ojos a su rostro, enorme, plegado sobre sí mismo, algo indecente pero también algo bovino. Él no me miró. Supuse que sus oídos no percibían una frecuencia tan poco sutil como la de un motor quejándose.
En su casa, bebidas fuertes de por medio, continuó sus historias.
-El primer puesto, sin lugar a dudas, es para Hollie. Dios, qué mujer. Sus piernas, su cuello. Soy un hombre sensible, Wright, qué puedo hacer con ello. Si tú me dijeras que se limitan a mirarte con sus ojos felinos, a estar ahí como objetos públicos del deseo… yo podría admitir que alguien se contuviera. Pero no. Vienen, te hablan, te miran desde abajo y algo inclinadas. Te suplican que las acompañes a tu cama. Que me ahorquen si no soy una víctima. Y Hollie es la peor victimaria. Siempre, siempre sedienta, siempre embutida en esa encantadora actitud de coqueteo que no cesa nunca, ni por un instante. Sin embargo, no por detrás, no, ni siquiera oculta, tu sabes que hay un animal, una fiera ponzoñosa en ella. Van a matarme, Wright. Tú lo sabes. Soy demasiado sensible para esto, para las malditas mujeres y sus juegos y su histeria. Van a matarme un día.
-Tú lo has dicho, amigo-.
-Y Lydia, la bailarina. Quién hubiera pensado que una criatura tan pequeña, tan encantadora… Soy un hombre sensible, tímido. No me hubiera acercado a ella, sólo que, tú sabes cómo son…

Mi maligno espíritu analítico me devolvía a una duda constante. Cada vez que Ritchie volvía a arremeter con una historia inagotable en jugosos detalles sobre una mujer determinada y sus locuras, yo me preguntaba por cómo hacia él para conocerlas, por cómo lograban engatusar su alma demasiado sensible ocupada en etéreas tareas sublimes y convencerlo de ir a la cama con ellas. ¡Qué poder tan demoníaco tendrían para arrancar a un hombre del estado armonioso que provoca estar avocado a una pasión tan noble, inmaterial, como lo es el arte!
Antes de largarme del lugar, anoté en mi libretita que la especulación, el análisis frío, implica una falta importante de cariño. Maldita sea.

Sobre 50 sillas de ruedas (que no existieron)





Muy pocos lo recordarán todavía. O tal vez lo recuerden, son, somos gente muy callada. Nunca se sabe del todo lo que piensa el otro, si es que pudiera pensar bastante o sólo pensar algo. Somos gente callada. Tal vez ninguno sea muy listo tampoco, pero siempre supimos lo que es importante, de un modo u otro. Tal vez Dios no nos puso en Coronel Olmedo para pensar en las cosas, pero nos dejó saber siempre qué hacer.
Entonces tal vez muchos lo recuerden, o sólo recuerden algunas cosas, lo más importante del asunto. Pero también recuerdan que no es importante recordarlo. Nadie en el pueblo propuso jamás conmemorar esa historia, ni a los héroes que la protagonizamos. O quizá no es héroe la palabra, pero por estos llanos secos y desiertos no hay mejores razones para usarla. Un pueblo de héroes, de hombres decididos y de hombres de honor. Y si eso no es lo que hace de un hombre un héroe, entonces por mi madre que no lo sé.
Tal vez otros lo tengan menos presente. No sé cómo se recordará en las afueras; nunca fui más lejos de Coronel Olmedo que hasta El Lagunar o Las Cuestas, a conseguir mercaderías. Y ellos no son muy distintos de nosotros, aunque todas las casas tienen televisión y varios teléfonos celulares. En la época en que se originó la historia que quiero contar, los tres pueblos eran iguales, incluso Olmedo podría haber sido visto como más grande. O soy yo solo el que quiere pensar eso.
Cuento estas historias porque soy un hombre viejo, que recuerda cosas. La vida de un hombre es hacer y hacer hasta que ya no puede hacer más nada, hacer el amor ni hacer de comer, o ni siquiera mear, que es hacer pis. Y después queda únicamente la posibilidad de recordar lo que se hizo. A veces se lo recuerda aplicadamente, sin empañarlo de nostalgia, y se lo recuerda muy bien. A veces se lo recuerda babosamente, como emplastado en algo tibio, y no se recuerda un carajo, o se recuerda lo que a uno le viene en gana. Conozco bien mis recuerdos, he pensado bastante en ellos, tal vez sin pensar muy correctamente, pero bien recordado, eso sí, cada pensamiento sobre cada recuerdo.
Y este es un recuerdo de los buenos, porque yo era algo más joven hace treinta años, era lo que llaman un hombre hecho y derecho, y hasta quizás pensara mejor.
Fue, no se cuántos lo tendrán presente, en la época de la guerra con Chile. En realidad nos enteramos más tarde de que no hubo ninguna guerra, de que vino el Papa y les explicó a los presidentes que la guerra nos predispone mal en el cielo. Hasta hoy pervive el mito de la excomunión de Pinochet por aquél año. Y puede que sea cierto. Se han dicho tantas cosas sobre Pinochet que no parece haber nacido de cristiano.
En resumen, no hubo ninguna guerra. Pero casi hubo una, y acá en la Patagonia el límite con Chile no existe, es un dibujo que se hace todos los días, moviendo seis o siete piedras del lado argentino al chileno y viceversa. Y como era lógico, se reclutaron hombres de los pueblos cercanos al área limítrofe, aunque es posible que no entiendan ustedes el “cercano” del mismo modo. Coronel Olmedo, nuestro pueblo, está doscientos kilómetros al este del límite argentino-chileno. Quizás eso les parezca cercano, quizás no.
Ahora sabemos bien que no hubo ninguna guerra. Pero en aquél momento, a doscientos kilómetros de Chile, y aún a pesar del frío seco y ventoso, todos en el pueblo pensábamos o recordábamos como si la guerra hubiera estado ahí desde siempre. Nadie entre los mil habitantes de Olmedo era chileno o ninguno de ellos estuvo acá por mucho tiempo. El joven marido de una muchacha, sobrina mía… creo que él era chileno, o tenía padres chilenos, o el acento. No lo recuerdo bien. Creo que huyó con la guerra, o se convirtió al cristianismo y permaneció en el pueblo. Tal vez haya cambiado el acento y nadie pudo saber si era verdaderamente chileno.
Ninguno de nosotros era chileno, y muchos se propusieron a sí mismos y a sus hijos para las conscripciones. La gran mayoría de los hombres del pueblo, que no alcanzaban a formar un batallón, se propusieron a sí y a sus hijos, pero el Intendente, seguramente el hombre más sabio y el mayor héroe de esta historia, nos hizo notar algo. Si la mitad de la población iba a la guerra, nadie podría permanecer para ocuparse de sus ovejas, o de sus cabras, ni de su familia o sus negocios. El Intendente nos mostró algunos porcentajes que había hecho. Las cifras, significaran lo que significasen, se mostraban aterradoras.
Tal vez es por estos detalles que me gusta recordar esta historia. Pocas veces en la historia un pueblo tuvo que decidir tantas cosas y tan importantes tan rápidamente. Y como les recordé, siempre podíamos saber qué hacer, aun si no podíamos pensar con mucha claridad, ni entender por qué las cifras podían mostrarse aterradoras.
Decidimos, porque era a las claras lo más conveniente, enviar un diez por ciento de lo que queríamos enviar. De los casi cuatrocientos hombres y jóvenes que podían alistarse y defendernos de los chilenos, se enrolaron sólo cincuenta, y porque redondeamos en quinientos la cantidad de varones aguerridos. Y no es que quisiéramos sentirnos un pueblo más grande ni mucho menos, era sólo por una cuestión de matemáticas.
Un avión militar que podía aterrizar en la ruta pasaría a buscar a los conscriptos para trasladarlos a un cuartel en el que se estaban organizando las tropas fronterizas. Nos sorprendimos de que un avión pudiera aterrizar así, en cualquier parte. Pero, como me dijeron, era militar, y las innovaciones siempre llegan por ese lado, por el interés que generan las armas. También nos admiró, pero también nos llenó de coraje, saber que la guerra ya se nos venía encima, que mañana o pasado empezaban los bombardeos y la invasión a las islas del sur por las que había empezado todo el conflicto hasta que vino el Papa. Igual, como ya dije, no sabíamos que el Papa iba a venir, y pensábamos que nuestros cincuenta hombres defenderían la Patria con valor, o que por lo menos llegarían hasta la guerra. Fue acaso por eso que no enviamos jóvenes, y decidimos el enrolamiento de hombres maduros, de más de treinta años. Por eso y porque previmos el horror que después nos iba a mostrar la guerra enserio, la de Malvinas por la que el Papa no se molestó en venir. El horror de un pueblo sin gente joven. O no lo previmos, porque no lo consideramos ni pudimos recordarlo, pero supimos bien qué hacer.

El avión tuvo un desperfecto y se estrelló contra la misma ruta desde la que despegó, veinte kilómetros al oeste del pueblo, en dirección a la frontera. Fue un accidente grave, esos veinte kilómetros le bastaron al avión militar para ganar una altura enorme, y sin embargo nuestros hombres no perecieron al caer. Eran hombres fuertes, antiguos petroleros que amaban la calma del sur, ovejeros y cabreros pero sobre todo hombres de bien. Y ninguno de los cincuenta murió, lo que ya era una suerte porque los operarios de la aeronave no lo consiguieron y murieron en el instante del impacto. Pero la desgracia nunca se evita del todo, o tal vez de ningún modo. Tal vez encuentre otras formas para inmiscuirse en la vida de un pueblo amable y tranquilo, y no se conforme con la muerte pero sí se divierta con la posibilidad de lisiar el diez por ciento de un pueblo. Y así fue como nuestros cincuenta hombres quedaron vivos, todos vivos, la mayoría casi ilesos, pero sus espinas falladas por el golpe. Todos quietos, imposibilitados de moverse por sí mismos. Como lagartijas. Todos lisiados, con las piernas de adorno.
Y el azar se habría ensañado con ellos o con nosotros, porque también quiso que los hallaran pese a la tontería que cometieron de arrastrarse con sus brazos, como lagartijas, lejos de la ruta. Lo hicieron porque eran hombres fuertes, de grandes brazos, y porque temieron que un accidente en la ruta los aplastara. Y en realidad no era que pasaran muchos camiones por esa ruta, tan derecha hacia Chile y la guerra, pero ellos no podían saberlo y pensaron mal pero decidieron bien. Y por eso los encontró un sheep militar que los trajo de vuelta a casa, en tandas de cinco. Fueron varios viajes de veinte kilómetros para el sheep, y cincuenta en tandas de a cinco son muchas tandas. Vimos durante el día, durante casi toda la luz de un día entero, como los iban dejando en la plaza principal. Y los dejamos ahí, no sólo porque ninguno precisaba atención médica, sino porque eran grandes y pesados y difíciles de mover, y porque queríamos esperar a que volvieran todos y saludarlos con el honor que les correspondía. Así que vimos cómo durante todo el día la plaza se iba poblando de lisiados como lagartijas.
Y aún si la guerra hubiera aunque sea sólo comenzado, si se hubieran disparado algunas balas y soltado algunos cañonazos, si al menos nuestros hombres hubieran sido valientes veteranos caídos en la guerra, tal vez en este caso la historia permanecería en nuestra memoria, llena de un sentimiento de honor o de gloria. O si al menos el gobierno hubiera enviado las malditas cincuenta sillas de ruedas.
Muchos, pero sólo después de algún tiempo, comenzaron a sospechar, o sospechar no es la palabra, porque para hacerlo primero habría que poder pensar sólo un poco, pero a intuir, tal vez, que si nuestros hombres hubieran tenido su guerra, el gobierno habría mandado sus sillas de ruedas. Nunca lo hicieron. Esperamos. El Intendente mandó cartas, muchas cartas, y esperamos el camión con las sillas de ruedas que devolvieran al pueblo, sino su honor herido, al menos la posibilidad de moverse, de rodar por sus calles de alquitrán arenoso. Nunca llegaron.
Digo esto porque es importante. Hubiera sido importante la guerra para nosotros y nuestros paralíticos que no eran veteranos, ni heridos de guerra, sino víctimas de la desgracia y los desperfectos de un condenado avión militar que podía aterrizar en cualquier parte pero que no podía recorrer veinte malditos kilómetros sin venirse abajo y lisiar a un pueblo. Y, para colmo sin sillas de ruedas en este desierto.
Bueno, y como dije, el pueblo, nosotros, que no podíamos pensar del todo claramente, pero que siempre podíamos decidir bien, tuvimos que decidir. Decidir rápido y decidir mucho, decidir cosas muy importantes. Decidir qué hacía el pueblo con sus cincuenta hombres sin piernas y sin ruedas. Y el Intendente estableció una Asamblea en la que todos nosotros participamos y decidimos y fuimos héroes, porque al final salvamos al pueblo de que la arena y la falta de sillas de ruedas se lo tragaran. Hay que saber decidir cuando se vive rodeado de un desierto siempre dispuesto a comerse los chatos edificios de un pequeño pueblo.
Ellos, los lisiados, eran importantes para nosotros. Eran nuestros hombres, y queríamos atenderlos. Estábamos ocupados, teníamos que trabajar y mantener el desierto a raya, trabajando duro para que el pueblo creciera, pero nos preocupábamos por nuestros hombres. Entonces la Asamblea tomó su primera e importante decisión, y se ató a cada uno de los cincuenta cuellos de los cincuenta lisiados unos pequeños cencerros, para que pudieran avisar a la distancia en caso de necesitar algo, cualquier cosa. Fue una decisión sabia, quizás no demasiado, porque cuando todos estaban trabajando nadie podía oír las campanillas de los paralíticos, aún si se molestaban en hacerlas sonar, pero había que decidir y decidimos eso.
Pero la desgracia permanecía entre nosotros y entre ellos, no quería alejarse de Olmedo por ninguna razón. Uno de los caídos, uno que permanecía tranquilo en su mecedora, absorto en su estolidez, oyendo el débil repiquetear de su pequeño cencerro… quiso alcanzar algo, algo un poco alejado para el alcance de sus grandes brazos, nadie sabe bien qué ni cómo porque nadie estaba allí para oír su campanilla. La cuestión es que, desgraciadamente, se cayó de su mecedora al cubículo con agua para los caballos y se ahogó, lentamente. Y nos vimos obligados nuevamente a decidir, y esta vez a decidir mejor, a decidir bien del todo, porque a nadie le gusta decidir sobre la vida ajena. Y como el problema fundamental no era el no poder atenderlos, porque ninguno necesitaba muchos cuidados después de todo, volvimos a centrarnos en la cuestión de la movilidad. No teníamos las sillas de ruedas, el gobierno no nos las enviaba y no había otro modo de conseguirlas, hacerlas traer de buenos aires ni nada. Eran costosas y el transporte hasta aquí multiplicaba su precio. Y entonces volvimos a decidir, esta vez casi iluminados por una inteligencia sombría. Y construimos para nuestros paralíticos cuarenta y nueve carritos de rulemanes. Pasaban varios camiones por el pueblo, y los rulemanes no eran precisamente un bien escaso, así que la decisión se nos presentó, al menos al comienzo, sabia, o al menos suficientemente sabia. Y perdimos tres días de trabajo que podrían haberle robado al desierto algunos centímetros de pueblo, para construir los carritos de rulemanes.
Y montamos a los cuarenta y nueve hombres en sus cuarenta y nueve carritos y dejamos pasar los días, para sentir la mejoría como una brisa cálida cuando comienza. Pero esperamos en vano, y después desesperamos en serio. Porque al momento de la decisión no habíamos considerado la topografía de la meseta, toda lisa, siempre llana, en la que los carritos están siempre precisando empujones ajenos y se vuelven tanto o más inútiles que los cencerros atados a rocas con brazos. Después de una semana, muy pocos de los cuarenta y nueve lisiados se habían movido bastante o sólo algo de su lugar original, en las ociosas puertas de sus casas.
Y hubo una tercera Asamblea, que duró toda una tarde en la que no se trabajó. Era importante y estaba bien entregarle a la decisión el tiempo que ella precisara. Y meditamos, y el intendente calculó costos y porcentajes y salimos de la casa de gobierno con una idea nueva y genial, que solucionaría todos los problemas. E invertimos una semana de trabajo contra el desierto para construir un complicado sistema de rampas y planos inclinados en los que los lisiados a rulemanes podrían desplazarse necesitando sólo una pequeña cantidad inicial de impulso. Fue agradable ver el pequeño pueblo con sus pequeñas rampas de madera por todas partes, y los carritos llevando a los paralíticos de aquí para allá, a toda velocidad.
Pero la desgracia vivía entre nosotros, y el mismo día en el que terminamos de instalar las rampas, vimos como tres carritos se dirigían rápida e inexorablemente hacia la ruta, con sus rulemanes sin frenos hacia la ruta en el preciso momento en que pasaban dos camiones. Y tuvimos que ver cómo eran aplastados como sapos.

Como dije, nunca nadie en el pueblo fue ninguna de las dos cosas: ni chileno ni muy inteligente; pero también siempre supimos bien qué hacer. Y aún después de decidir mal tres veces, y todavía después de ver cómo nuestro poco dinero y nuestro precioso tiempo se iban por la cloaca, y aún sabiendo que no era por culpa de nuestros cuarenta y seis lisiados su desgracia que los perseguía y nos perseguía también a nosotros, sabíamos qué podíamos hacer. Y es por eso por lo que digo que fuimos héroes, es porque fuimos valientes y decididos y no dudamos en hacer siempre en primer lugar lo correcto. Y después de que el Intendente nos mostrara ciertos gráficos que había hecho, que mostraban cifras aterradoras, y que sopesáramos los pros y los contras de mantener en el pueblo a cuarenta y seis lisiados que no podían trabajar y que ni siquiera podían al menos moverse, pero que tenían que alimentar sus cuarenta y seis pesados y grandes cuerpos llenos de un valor que nunca podría probarse...

Y si bien esta es la cosa más particular que ocurrió en este pueblo e incluso en toda la región, no muchos la conocieron y muy pocos aún la recuerden. Y pese a nuestro heroísmo, preferimos la humildad y evitamos la fama, y muchos olvidaron cómo mandamos a los hombres sobre sus carritos a rulemanes al mar sin límites, y ninguno tampoco la comentó con gallardía o con vanagloria, aun pese al heroísmo necesario para hacerlo.

viernes, 28 de noviembre de 2008

sábado, 15 de noviembre de 2008

Crítica a la literatura de purgatorio (literatura de purgatorio).



El tipo, visto desde lejos, parece positivamente un pelotudo. Claro, el problema con eso que llamamos la conciencia es que siempre se la ve de lejos. Nada más inaccesiba, indomable, y, en definitiva, nada más inobjetivable que esa nada que es la conciencia. Esta breve reflexión no pretende ser una defensa del tipo que, escuchando una y otra vez cinco tangos podridos, “parece un pelotudo”, dándole y dándole a la máquina de escribir. Si se me permite una opinión, creo que estos elementos son incluso agravantes de su presunta pelotudez. Digamos, la máquina de escribir, por ejemplo; aceptémosle la fotofobia del mal humor (él diría el desengaño y el dolor punzante en la nuca, pero no seamos permisivos con la depresión), aceptémosle, decía, la fotofobia y la consecuente imposibilidad de mirar fijamente el monitor de la computadora. Él diría que a mano es sencillamente imposible y que su caligrafía críptica y neuróticamente pequeña es ilegible, por momentos, hasta para él mismo. Aceptemos todo esto, pero no dejemos de recordar que la máquina de escribir, a finales de la primera década del siglo veintiuno, es más una fantochada de pretendido bohemio que un arcaísmo pintoresco. Ahora pensemos el tema este del tango. Otro arcaísmo, se sabe, pero también como la máquina, algo más grave que la mera nostalgia por un pasado nunca vivido. No puede hacerse el otario: un tipo inteligente, y como todo tipo inteligente, un pelotudo, le dijo una vez que el tango le disgustaba por ser música de fracasados y, por extensión, de carnudos. Ahora el pelotudo que le pega a la máquina de escribir sabe que comparte con el otro, con el pelotudo de la frase sobre el tango, esas dos condiciones: carnudo et fracasado. A uno le gusta el tango y al otro no; azares del autoconocimiento, no todos reaccionan igual al descubrirse fracasados y/o carnudos. El último dato que compone la patética escena es menor, casi anecdótico, y en la literatura hasta está tenido por muletilla: fuma. Por si alguien precisa algún dato extra sobre este hecho, cabe agregar que su fumar es una reincidencia , y como todo recaer (la palabra es autoexplicativa) contiene un matiz de cierta culpabilidad hipócrita y autodespreciativa o autoconmiserativa, da igual.
Un párrafo entero, y ¿qué tenemos? Un tipo –se nos lo presenta como un pelotudo- fumando, escuchando tango y escribiendo en una máquina a tales fines. Tres lugares archicomunes si los hay. Algunas consideraciones, entonces, imprescindibles para el lector iniciado en la crítica literaria:
- No se debe confundir al personaje con el narrador, aún menos a éste con el autor (ni mucho menos la última variante, al autor con el personaje) hasta que se demuestre lo contrario.
- El principio de generosidad es un principio de-generativo: No todo texto es literario sino más bien al contrario. A riesgo de que se nos critique por clasicistas ano adheriremos a la convención que dicta no tratar como artístico a un texto excepto que las instituciones lo hayan canonizado con antelación. En lo que respecta a este puntualísimo y particular escrito, lamentamos informar al lector que aún estamos a la espera de la certificación pertinente. Fuentes fidedignas nos informaron cierta irregularidad en lo que respecta al Colegio de Escribanos. Se solicita al lector no pierda la fe y que, a modo de excepción, aplique el principio de generosidad al presente texto hasta el, se espera, pronto arribo del papeleo indispensable.
- La literatura romántica tiende a la cursilería –esto es casi un refrán popular. En consecuencia, es recomendable no catalogar de romántico un escrito hasta la detección probable de elementos de pobre y mal gusto. El autor sugiere calcular la cantidad de veces que la palabra amor o sus parónimos se presentan por párrafo: de poder realizarse esta sencilla operación, sin importar el resultado del cálculo, el lector puede tener la certeza de estar leyendo literatura romántica. Otras variantes igualmente aceptadas son el experimentar una leve sensación nauseosa cada dos páginas o la sospecha de que las relaciones entre los personajes son tanto o más profundas que las que el lector puede evocar de entra las suyas propias.
Sería posible, pero no por ello recomendable, prolongar las anteriores advertencias al lector crítico. Tampoco es cuestión de caer en erudiciones prescindibles de ese elitismo un poco facho que a nadie gustan. El tango y los cigarrillos, por el contrario, gozan de mayor estima popular. Volvamos entonces a donde dejamos a nuestro pelotudo, escribiendo, tarea sublime si las hay; sentado en la cama incómoda, fumando como un condenado a muerte en la antigua y remota Rusia zarista. ¿Qué palabras hermosas y oscuras convoca en su rito literario? Cito, para no dejar al lector en el sinsabor de la dulce, dichosa ignorancia:

“Figurate un beso de esos que te dejan pensando No G. no digas estas cosas que yo sé que te van a lastimar Dejame, no me cortes que estoy inspirado. te decía que te imagines uno de esos besos que después, cuando me vaya, te invitan a la reflexión No G. no más besos, esto se acabó y no puede ser más al menos por ahora Shhh, mirá, es así, me acerco, tengo algo en los ojos, una seguridad y una sensación mohína de un absurdo desdibujado que te inquieta. retrocedés dos pasos y después te quedás quieta. no lo sabés, pero me estás invitando a que siga. me decís que me vas a pegar una cachetada, pero sé que ese futuro verbal refiere a un tiempo distante de nosotros en por lo menos cinco minutos. cinco minutos, pienso, alcanzan para un buen y largo beso. me acerco del todo, hasta que, bajando la cara, se chocan nuestras narices. sos linda, pienso, qué injusticia que uno sea sensible a estas cosas. plic una vez, dos segundos y plic una vez más como algún tipo de escaramuza No sigas No sigas, me decís, pero te beso de nuevo y me quedo ahí, ya definitivamente. una boca se abre (la mía, soy un atolondrado) pero casi instantáneamente (y me cago si el adjetivo que tengo en la punta de la lengua no es el trillado “mágicamente”) empiezo a sentir un blando, una lucha que termina: no te das cuenta y vos también ya está ahí conmigo, metiéndote adentro mío con tu lengua como (permiso para el plagio) un río o un movimiento de peces de colores… Basta, enserio basta G. La noche es fresca, se siente cómodo, yo me siento literalmente genial, llevás tu mano a mi espalda y siento que me apretás como si fuera a morirme. es como para asustarse, en el fondo me estás matando, pequeña hija de puta. No me doy cuenta y se nos van esos minutos. el beso fue bueno, puedo sentirme orgulloso, no te vas a olvidar de mí tan fácil Estarás contento, pelotudo Pará que no terminé, respeto al arte, mujer, será de Dios, criatura insensible. en qué iba… ah, sí, que como si tuvieras algún infierno de relojería adentro me das por terminada con mi última (o al menos por ahora última) oportunidad de hacerte recapacitar. me mirás y me doy cuenta de que si no fueras una mujer me comerías nuevamente, sin un puto pero mediante. claro, sino fueras la mujer que sos el que rehusaría sería yo. una ironía, mía, tuya de los dos o de nadie, que tenga que escribir, sentime, ESCRIBIR un beso”

Y antes de poder terminar la frase nuestro pelotudo cae muerto, seco y en redondo, víctima de un paro cardíaco. Este tipo de súbitas muertes se han ido haciendo más y más frecuentes en los últimos tiempos en nuestra mediterránea región, por lo cual le lector no debe sorprenderse ni reclamar falta de plausibilidad. De hecho, una muerte de esas da para los aplausos. Nadie puede dejar de admirarse por cómo este sencillo y estrictamente involuntario acto, el de morir, hace del difunto un objeto del respeto y la benedicencia en general. Pese a la rareza de este popular fenómeno no puede quien suscribe ignorar la fueza que en él ejercen las costumbres en el seno de las cuales fe criado y, por lo tanto, haciéndose eco de esta sólida práctica popular pasaremos a guardar un minuto de silencio en honor de nuestro querido amigo ( ) y, como corresponde a quien lo conoció mejor, lanzaré una injuria al viento contra la histeria típicamente femenina cifrada en aquella, una de las últimas frases que el genial poeta ofreció al mundo, ese “por ahora” grisáceo con el que su personaje femenino matizaba la contundencia que requiere toda despedida que se precie como tal.