sábado, 31 de mayo de 2008

Liturgia verspertina



Caminó varios pasos a la deriva. La tarde se iba anulando levemente, dejándose caer en la noche. Corría una brisa fresca. A unos metros de roble, escuchó movimiento de manos, el quejido de un labor haciéndose; después como a lo lejos, un relincho. Un espacio entre las matas ofrecía cuatro campesinos entre tablas de madera ancha tiradas en el suelo y un caballo amarrado. Una soga y un nudo en cada rodilla del animal.
Algo en lo mugriento de los sombreros producía desconfianza. Las camisas abiertas, los pechos redondos, peludos, marrones, impúdicos.
El animal miraba…
Acaso en respuesta a una señal siguieron con sus quehaceres. Tomó cada uno una soga y comenzaron a forcejear. Los cuartos del caballo se separaron entre sí en un movimiento brusco y seco, el animal luchaba entre relinchos. Lo acostaron, gritando, escupiendo, golpeando la bestia con varas en el costado. En los sacudones de las piernas se veía de vez en cuando una resignación, un cansancio previo.
Las maderas no estaban tiradas ni dispuestas de manera casual. Estaban cruzadas, una mayor atravesada por una más corta perpendicularmente, a mitad de camino entre el centro de la más larga y uno de sus extremos. Las sogas ubicaron los cuartos delanteros en sendos segmentos de madera. Los hombres se movían acaloradamente, excitados. La tensión dislocó al animal para que pudiera extender las piernas. Resonó un quejido agudo en los árboles que estaban detrás.
El ritual abarcaba la crucifixión completa. Después de atar los dos cuartos traseros a una única madera, pasaron una última soga por el cuello de caballo, hasta apoyarse en la tabla.
Posiblemente los clavos eran innecesarios. No llegarían a afirmar la carne a la madera; la sangre, sin embargo, parecía imprescindible para el cuadro.
Los relinchos, un segundo después de cada martillazo, producían un leve eco.
Los campesinos se detuvieron un segundo y guardaron silencio. Uno de ellos miró hacia un costado. Levantaron la cruz con sogas y la colocaron en un hueco. El más alto, abrió el vientre hinchado y expuesto, surcado por líneas de sangre que bajaban desde las piernas. Las tripas alcanzaron el piso al caer. A su alrededor se expandía una mancha oscura, húmeda. Los hombres se apartaron y tomaron tridentes. Hicieron un montón de paja y lo apisonaron para disminuir la humareda.
La luz del fuego iluminó a los hombres y los últimos gritos del animal. Después quedaban sólo el resplandor en los rostros, el crepitar de la madera y el olor a carne asada.

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