sábado, 21 de febrero de 2009

Ritch el mujeriego irredempto.




La semana pasada, hace sólo cuatro días, yo volvía de uno de los casinos instalados ilegalmente en esas chatas casa de familia de Midtown. La noche, guardando algún paralelismo con la cantidad de dinero en mi billetera, estaba casi acabada. Volvía a mi casa vencido, cansado y caminando sobre mis cuartos traseros como las bestias. El Chevy había expirado dos semanas atrás, y aún seguía sin poder reunir el dinero para mandarlo a arreglar. Me sentía débil y derrotado mientras caminaba por la ciudad absurda y fríamente negra. Me sobresalté con bronca al sentir la mano pesada apoyarse en mi hombro; me di la vuelta anticipando el ataque de algún asaltante, pero del otro lado de mi espalda no estaba esperándome nada más espantoso que la horrible cara gigantesca y plegada de Ritchie. Me miró, callado, un instante.
-Ritch, amigo, casi me revientas del susto-
No respondió inmediatamente. Mantuvo su silencio solemne la cantidad precisa de segundos necesaria para concederle a la escena la seriedad adecuada para lo que quería decirme.
-Estoy con el coche, Wright. ¿Quieres que te lleve?
Yo ya sabía qué patatas acompañaban al combo del acercón en auto. Otra vez escuchar alguna historia de histeria, de gritos, de zapatos volando y ropa lanzada por la ventana. Las mujeres de Ritchie, que siempre estaban asesinando su sensible alma poética con intereses pedestres, gastos imposibles de afrontar, celos, mensajes de rouge en el espejo del baño amenazándolo de muerte por su infidelidad, etc. Bueno, todos hemos tenido que sonreírnos al sentirnos parte de algún guión imposible, pero Ritchie vivía alimentándose de esa condenada película los últimos veinte años de su vida.

Desde los veinte años, Richard había anoticiado al mundo de su decisión invencible de ser poeta. Los escritores tienen eso de pensar que a los demás les importa al menos un comino su existencia. Donde lo vieras, Ritch te recordaba su condición de espíritu sensible y si no lograbas huir lo suficientemente rápido, hasta tenías que soportar alguna oda recitada in situ. Demonios, nunca fue del todo malo, pero sus poemas te daban la sensación de estar compuestos más bien para terminar de conformar una obra mayor, el personaje que él mismo era. En todo caso a mí siempre me generaron cierta sospecha, acaso porque su gran cara de simio no condecía con sus versos sublimes y entristecidos, acaso porque, como hombre, nunca pude dejarme encantar por la actitud que minuciosamente había venido construyendo desde joven.
De una u otra forma, su efecto en las mujeres era fácilmente observable. Richard era un tipo grande, pesado, viril, con las manos enormes y un rostro que sólo una madre podría querer. Esto, sumado a su actitud poética de renegado paria vestido de negro, resultaba bastante eficaz. La fama de mujeriego de Ritch acaso sobrepasaba la de poeta. Sin embargo, en esto también había algo que me chocaba profundamente. Siempre estaba publicándolo frente a todo el mundo. Todo el maldito vecindario estaba al tanto de sus peleas y sus reconciliaciones con cada una de sus chicas, y no porque los desmadres se pudiesen oír desde muy lejos, sino porque, bien cerca de tu oído, Ritchie siempre estaba haciendo alharaca de sus amoríos. Para ser sintéticos, el tipo venía a ser una fiel representación de cierto esquema, el del poeta maldito americano, una repoducción demasiado fiel para no ser deliberada, y demasiado deliberada como para ser del todo cierta. Tal vez sea la antropología, no lo sé, lo que me hace desconfiar de esas exactitudes, de esos tipos y aún de esos casos tan fácilmente generalizables. Tal vez por eso me cueste creerles.

Durante el viaje, sin interrupciones, Richard me anotició de los últimos eventos de su vida amorosa, jugosa por demás: Catherine, una chica suya de veintipocos años había colapsado en celos a causa de su propia juventud. Ritch decía que disfrutaba cogiéndosela, pero que su juventud era por otro lado insoportable. Los reproches caían todos juntos en aluvión, una buena tarde junto a la ventana, y ningún objeto estaba exento de salir volando a través de ella, así como el propio Ritchie sentía miedo de que lo arrojaran a él mismo, pese a sus noventa y tantos kilos repartidos en casi dos metros de altura. Yo la había visto alguna vez, a ella o alguna amiga suya, ronroneando, frotándose contra el traje gastado de Richard que ensayaba una pose preocupada frente a la mesa de Black Jack en la casa de Zack o algún otro casino de la zona. Invariablemente jóvenes, invariablemente sensuales, le caían tan bien al aspecto del escritor como no lo harían nunca sus rasgos enormes, brutales. Siempre había un grupo de muchachos que lo saludaban al entrar en alguna fiesta, que le tomaban el abrigo o simplemente le sonreían con condescendencia idiota, cegada. Los muchachos no podían dejar de ver en él un ejemplar del selecto grupo (imaginario, por cierto) de tipos que hacen lo que ellos no pudieron-quizá-por-no-atreverse. Alguna cruza entre el chico de la motocicleta y Edgar Poe, no lo sé. Sin tanto cuento sobre sus mujeres, en todo caso, no hubiera podido venir a ser eso que representaba. Y ahora él despotricaba contra ellas detrás del volante de su automóvil destartalado, un Chevrolet del sesenta y pico, sobre mi no tan grande ni tan lamida oreja de escritor aficionado. Qué más decir al respecto.
En el auto, Ritch me decía cosas del estilo:
-Sólo quiero tener sexo con ellas, Wright. Pienso que no debiera ser tan complicado, limitarse a acostarse con alguien, a disfrutar de su cuerpo, sin pretender ejercer ningún tipo de dominio sobre su alma. Soy, tú sabes, un hombre libre, un artista. Soy una especie de puente ¿tu sabes?, un puente o médium entre ese mundo desdibujado, metafísico, y este otro, estéril, lineal. Porque, ¿qué es el arte sino la posibilidad de comunicar mundos, de jugar a las otras cosas, de estar más allá o menos acá? Tu lo comprendes, Wright, pero no todos. No. Los vasallos ciegos de la sociedad muerta, los insensibles operadores de la máquina que nos asesina como asesinó a Joseph Key, ellos no entienden por qué no puedo casarme y tener hijos como todos los demás. Y te lo reprocharán, Wright, te lo recordarán hasta que el suicidio que los aparte de ti sea lo único en lo que puedas pensar. Yo me mantendría apartado, pero siempre vienen o vuelven, siempre te buscan cuando tú solo quieres paz y tiempo para escribir-.
Pobre Richard. Yo estaba demasiado resignado a mi mortalidad, a mi pérdida del Olimpo como para sensibilizarme con sus sentencias sobre el arte. No niego que muchos de los mejores artistas han sucumbido a la tentación de sentirse diferentes, poco o demasiado humanos para la humanidad, pero en lo que respectaba a mi persona, afortunadamente, nunca fui un artista.
O también:
-No pueden obligarme a confiar en el amor, amigo. Tu sabes, te lanzan al mundo de sus palabras y debes jugar a sus juegos pero tú no eres como ellos y lo sabes y tendrás que luchar contra todos para no caer. Debería poder lograr estar absolutamente en soledad, Wright, mandarlas a todas a la concha de su madre y comprarme una cabaña junto al mar, o una casa en las montañas, y escribir tranquilo, junto a la estufa en pantuflas y en bata verde. Van a acabar matándome un día. Una puñalada por la espalda y adiós, el mundo vendrá a perder un alma sublime sin saberlo-.
Me hubiera gustado poder despreciar totalmente a Ritch. Tal vez hubieran debido romperle la nariz a tiempo cuando fue joven. Ya era tarde, de todos modos, ya estaba dentro de su actitud demasiado escandalosa como quien se calza un zapato algo ajustado o un anillo y luego no lo puedes quitar. Ritch decía que su zapato le iba mortalmente peuqueño. Yo pienso que, al contrario, le quedaba más que holgado. Ese era el chiste. Si él no protestara, una buena parte del personaje se hubiera venido abajo. Pero tampoco me alcanzaba para detestarlo. Después de todo ¿quién no acaba descubriendo que ha ensayado un papel una buena parte de su vida? ¿no jugaba yo al escéptico protestón? ¿no huía sistemáticamente de todo lo que se pretendía sublime, sutil, profundo? ¿no había sentido alguna vez que mis lentes de sol redondos pegaban muy bien con mi actitud ironista?

Nos apeamos en su casa. El auto tableteaba con un sonido muy feo en primera. Dirigí mis ojos a su rostro, enorme, plegado sobre sí mismo, algo indecente pero también algo bovino. Él no me miró. Supuse que sus oídos no percibían una frecuencia tan poco sutil como la de un motor quejándose.
En su casa, bebidas fuertes de por medio, continuó sus historias.
-El primer puesto, sin lugar a dudas, es para Hollie. Dios, qué mujer. Sus piernas, su cuello. Soy un hombre sensible, Wright, qué puedo hacer con ello. Si tú me dijeras que se limitan a mirarte con sus ojos felinos, a estar ahí como objetos públicos del deseo… yo podría admitir que alguien se contuviera. Pero no. Vienen, te hablan, te miran desde abajo y algo inclinadas. Te suplican que las acompañes a tu cama. Que me ahorquen si no soy una víctima. Y Hollie es la peor victimaria. Siempre, siempre sedienta, siempre embutida en esa encantadora actitud de coqueteo que no cesa nunca, ni por un instante. Sin embargo, no por detrás, no, ni siquiera oculta, tu sabes que hay un animal, una fiera ponzoñosa en ella. Van a matarme, Wright. Tú lo sabes. Soy demasiado sensible para esto, para las malditas mujeres y sus juegos y su histeria. Van a matarme un día.
-Tú lo has dicho, amigo-.
-Y Lydia, la bailarina. Quién hubiera pensado que una criatura tan pequeña, tan encantadora… Soy un hombre sensible, tímido. No me hubiera acercado a ella, sólo que, tú sabes cómo son…

Mi maligno espíritu analítico me devolvía a una duda constante. Cada vez que Ritchie volvía a arremeter con una historia inagotable en jugosos detalles sobre una mujer determinada y sus locuras, yo me preguntaba por cómo hacia él para conocerlas, por cómo lograban engatusar su alma demasiado sensible ocupada en etéreas tareas sublimes y convencerlo de ir a la cama con ellas. ¡Qué poder tan demoníaco tendrían para arrancar a un hombre del estado armonioso que provoca estar avocado a una pasión tan noble, inmaterial, como lo es el arte!
Antes de largarme del lugar, anoté en mi libretita que la especulación, el análisis frío, implica una falta importante de cariño. Maldita sea.

1 comentario:

Coqueluche dijo...

Bueno tengo que ser sincera, no me gustó el cuento. No es que sea del todo malo, es que da la sensación de estar compuesto más bien para terminar de conformar una obra mayor, el personaje que vos mismo eras, jaja.

Los lentes de sol redondos, jajaj. Es obvio que el cuento no es tanto un cuento sino más bien un debate tuyo interno entre lo que considerabas que eras en ese momento y el prototipo de escritor pedorro que se dice artista y en realidad es otro de esos que se autodefine con esa palabra solo para levantar minitas.

Lo que te falta: que los personajes sean reales, german. Cuando el Richi este habla parece más bien un diario íntimo. Los personajes no tienen vida. Casi da igual una descripción de lo que pensás al respecto que el dialogo que ellos mantienen.

No pude evitar imaginarte a vos, un año y algo más joven, charlando con el viejo escritor mujeriego que nunca quisieras llegar a ser (y quizás hasta había algo de miedo en eso), en un escenario yanqui de película de los 50.

Igual, insisto, tenés muy buen manejo del lenguaje, algo repetitivo con las palabras que usas. Pero hay algunas frases y párrafos muy buenos.

PD: a quien se le ocurre un blog con escritos y fondo negro? Casi me vuelvo loca leyendo tuve que copiarlo a Word y todavía veo puntitos de colores